_
_
_
_
LA CUARTA PÁGINA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La paradoja argentina

La victoria arrolladora de la presidenta Cristina Fernández en las elecciones primarias del 14 de agosto enmascara un enorme vacío de liderazgo. Aunque obtenga un nuevo mandato, será mucho más débil

Los resultados de las elecciones primarias abiertas del domingo en Argentina encierran una paradoja. La aplastante victoria de la presidenta con un 50% de los votos, que anuncia su reelección, no es una expresión de fortaleza sino de orfandad. Quienes la siguen pueden esgrimir razones de peso para justificar su éxito: Argentina se ha recuperado en materia económica, social y cultural; en un proceso único en el mundo, juzga los crímenes cometidos por sus militares en los años setenta, y encara con ciertas seguridades, por primera vez en muchos años, la tormenta financiera internacional.

Pero no son estas las razones por las que la votó la voluble sociedad argentina, que pasó de darle la victoria con el 46% en 2007 a hundirla en la casi absoluta impopularidad en 2008 y derrotarla en las elecciones legislativas de 2009, antes de declararla imbatible el año pasado para dedicarle una sucesión de derrotas electorales locales el último mes.

Entre las simpatías por su viudez y el reconocimiento póstumo a su marido, ha sido sostenida por todos
Cuando triunfe, los barones del peronismo se dedicarán, una vez más, a dirimir la sucesión

Las primarias expresaron un enorme vacío de liderazgo cuyas raíces pueden rastrearse en el estallido social de 10 años atrás, cuando millones de "indignados" argentinos exigieron "que se vayan todos" los dirigentes políticos y estos... se quedaron.

En esos días de agitación en las calles, se desmoronaba el bipartidismo de radicales y peronistas que había administrado la democracia desde su instauración en 1983, tras medio siglo de golpes militares y proscripciones. Ambos partidos fallaron en las dos cuestiones básicas de su tiempo. Primero, cedieron a las presiones militares y otorgaron impunidad a los oficiales que torturaron y asesinaron a millares con leyes de perdón que el radical Raúl Alfonsín envió al Congreso e indultos que el peronista Carlos Menem, su sucesor, firmó luego. Segundo, retrocedieron ante las presiones del poder económico hasta adoptar, con Menem, el programa thatcheriano de desregulación total y la imposición por ley de la igualdad entre el peso y el dólar, una fantasía que se financió con la privatización masiva de las empresas estatales, endeudamiento externo y ajuste social.

En diciembre de 2001, con el Estado al borde de la quiebra, el Gobierno del radical Fernando de la Rúa impuso un corralito bancario que impedía a los ahorristas retirar dinero de sus cuentas. Multitudes de "indignados" salieron a las calles en una de las peores crisis económicas, políticas, sociales y morales de la historia nacional.

La decadencia del bipartidismo quedó al desnudo. Cuando De la Rúa abandonó el poder en helicóptero y el radicalismo se desmoronó, los barones del peronismo se reunieron para elegir al sucesor. Hubo silencio en la sala. Solo Adolfo Rodríguez Saá, gobernador de San Luis, levantó la mano: "Yo tengo ganas... Es mi sueño". Lo ungieron allí mismo. Una semana más tarde, con las calles aún tomadas, anunció su renuncia. En 10 días se sucederían cinco presidentes.

El último fue Eduardo Duhalde, cacique del poderoso peronismo de la provincia de Buenos Aires, quien gobernó un año y cinco meses sin haber sido elegido por el voto popular. Duhalde decidió llamar a elecciones anticipadas, cuando temió caer, también él, víctima de la protesta social, después de que dos activistas murieran durante la represión policial de una protesta.

El rechazo colectivo era tal que los políticos que se aventuraban por lugares públicos se arriesgaban a un linchamiento. El expresidente Alfonsín fue apaleado por una turba frente a su casa. Cada noche, los legisladores hacían cola, durante horas, en el estacionamiento subterráneo del Congreso sitiado por las multitudes hasta que los custodios se aseguraban de que podían salir.

Como ellos, el resto de la clase política aguardaba a que pasara la furia. Convencidos de que en Argentina el único que pierde es el que abandona, confiaban en que, cuando se reencauzara la economía, llegaría la resignación. Y llegó. No prosperaron los soviets de las asambleas de barrio ni unos tímidos experimentos de fundar partidos nuevos. Cuando tocó elegir nuevos gobernantes, solo quedó revolver entre las ruinas.

La crisis había acabado con las primeras y segundas líneas del sistema: los expresidentes, líderes parlamentarios y principales gobernadores eran rechazados por igual. Duhalde probaba un sucesor tras otro, pero ninguno lograba imponerse en las encuestas. Del fondo de la olla, extrajo a Néstor Kirchner, el gobernador de la despoblada Santa Cruz, en el extremo sur del continente, que tenía una aprobación popular de apenas el 8% y a quien la mayoría desconocía.

Kirchner perdió la primera vuelta con el 22% de los votos, contra el 24% de Menem, pero ante la perspectiva de una derrota en segunda vuelta -la sociedad no aceptaría el regreso del expresidente-, este se retiró sin competir.

Kirchner llegó al Gobierno con un pequeño grupo de colaboradores de una provincia de apenas 270.000 habitantes y su esposa y senadora nacional, Cristina Fernández. Argentina, como otros países de América Latina, giró hacia un nuevo modelo que se reivindicó progresista, o de izquierda. Un modelo agroexportador hizo crecer al país a tasas chinas y la transferencia de ingresos de esa renta agraria, mediante impuestos, subsidió el consumo.

Obligado a construirse una base, Kirchner se ofreció como la contracara del viejo sistema: saldaría las cuentas con los militares y recuperaría el poder de decisión política frente al poder económico.

Como parte de este cambio, los Kirchner se aliaron con los movimientos sociales y las organizaciones de derechos humanos, cortejaron a la antiperonista clase media atacando a la estructura tradicional del partido del que provenían con un proyecto de "transversalidad" que uniría a los grupos de centro-izquierda en una nueva fuerza política. Pero, hacia el final de su primer gobierno, comprendieron que ese proyecto había fracasado y que no les quedaba más que aliarse con el viejo aparato clientelista del peronismo que antes había servido al neoliberal Menem.

En parte por ello, en parte porque su candidatura fue percibida como ilegítima (elegida a dedo por su esposo), en parte por viejos enfrentamientos culturales, políticos y de clase, Cristina triunfó, en las elecciones presidenciales de 2007, con el 46% de los votos pero perdió a las clases medias urbanas, que 90 días después marchaban por las calles para rechazar un impuesto a las exportaciones de granos. En medio año de gobierno, la presidenta había caído al 19% de aprobación.

En las elecciones legislativas de mitad de mandato, en junio de 2009, la oposición se dividió entre los restos del radicalismo y sus aliados, y un peronismo tradicional disidente. El electorado quedó distribuido en tres tercios y se pronosticó el fin del kirchnerismo.

Poco después, esa misma oposición se hundía en el descrédito. Ambiciones pequeñas, falta de visión, permanente uso de la hipérbole ante todo lo que el Gobierno hacía o decía -una dirigente llegó a denunciar el "peligro de un III Reich"- provocaron una nueva desilusión colectiva.

En octubre de 2010 murió Néstor Kirchner. La desaparición del jefe político de un Gobierno en el que no tenía cargo formal puso en evidencia lo que años de debate sobre su presunto "autoritarismo" había ocultado: la falta de liderazgo político que había dejado la crisis de 2001.

La sociedad reaccionó con terror ante el vacío. Entre simpatías por su viudez y un reconocimiento póstumo e inesperado a su marido como gran estadista, Cristina pasó a ser sostenida por todos. Faltaba un año para la elección presidencial pero se dio por descontado que el triunfo sería suyo. La oposición pasó de prometer que acabaría con el "régimen" a enredarse en la fuga de sus dirigentes, que se desesperaban por eludir candidaturas que iban a una derrota segura. Las fuerzas ganadoras de 2009 se partieron en cinco pedazos que, sumados, obtuvieron el domingo menos votos que entonces.

Si las primarias anticipan el futuro, la presidenta obtendrá un nuevo mandato, en el que será más débil que antes: sin derecho constitucional a un tercer periodo, será el comienzo del fin. Los barones del peronismo se dedicarán, una vez más, a dirimir la sucesión, que, sin auténtica estructura propia, la hoy triunfante Cristina difícilmente podrá controlar.

Graciela Mochkofsky es periodista y escritora argentina.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_