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Indignación y política de influencia

Una democracia robusta requiere del compromiso permanente de sus ciudadanos con la cosa pública. La concurrencia periódica a las urnas es uno de los modos de canalizar la participación, pero en modo alguno el único para insuflar vitalidad al sistema. En la medida que es fiel reflejo de sociedades civiles dinámicas, en sistemas democráticos el recurso a la política de calle es un mecanismo adicional a disposición de los ciudadanos.

Si el ámbito resolutivo de la política se muestra obstinadamente incapaz de dar curso a las demandas ligadas al interés público sentido por una parte más o menos amplia de la sociedad, entonces a los ciudadanos les asiste el derecho de movilizarse en la esfera pública. Siempre, eso sí, que esa forma de comunicación entre ciudadanía y autoridades discurra por medios pacíficos, porque de lo contrario estaríamos hablando de una intolerable vocación por torcer la voluntad política mediante la violencia, desvirtuando en el tránsito las reivindicaciones en cuestión.

El 15-M interviene en la esfera pública estimulando el debate y apuntando alternativas

Desde el ideal democrático, pues, la intervención subpolítica de la ciudadanía autoorganizada es un síntoma de salubridad y riqueza, por más que siempre haya quien prefiera ver las manifestaciones y otras formas de ocupar el espacio público como un factor de desestabilización del sistema.

Desde estos parámetros, el movimiento de los indignados es un elemento oxigenante para la democracia en momentos de zozobra. Las movilizaciones en plazas y calles de las ciudades españolas sostenidas prácticamente de forma ininterrumpida desde mediados del mes de mayo han convulsionado la vida política del país. Constituyen el reflejo de un profundo clima de insatisfacción con la situación de crisis económica que arrostra el país, y también, de forma imposible de disociar en la práctica, con la gestión que los principales partidos políticos están haciendo de ella. Sus protagonistas son los sectores precarizados de la sociedad (jóvenes con magras perspectivas de futuro, trabajadores explotados, desempleados, pensionistas...) que, tras un golpe colectivo de "no hay derecho" sobre la mesa, ponen en práctica eso que tanto aprecio cosecha entre los valedores de una política liberal: el disenso.

La juventud figura en primera fila de las movilizaciones. Les llaman perroflautas, y no lo son. Forman parte más bien de esa minoría ciudadana bien pertrechada para interpretar la situación y luchar de forma pacífica por su suerte, que, todo apunta, en ningún caso será más halagüeña que la de sus progenitores. Jóvenes o no tan jóvenes, al contemplar la realidad con lentes de otro color, los indignados ponen a disposición del conjunto de la sociedad una mirada más rica y compleja de sus entresijos, de sus mecanismos de funcionamiento y de sus fallas, y desde ahí hilvanan propuestas de solución.

Puede que su batería de medidas para atajar las crisis (la económica y la política) no haya adquirido hasta el momento unos perfiles tan claros como desearía un sector de las autoridades deseoso de tener enfrente una tabla reivindicativa susceptible de ser procesada, algo de lo que, por lo demás, rara vez disponen los movimientos sociales en su fase de gestación. La ruta habitual en estos actores políticos suele pasar más bien, parafraseando al poeta, porque se haga programa al andar. No obstante, conviene no olvidar que la indefinición programática puede ser un activo fundamental para movimientos que intentan dar cauce a sentimientos como la indignación, la impotencia, el miedo o la desesperanza. Estos sentimientos son susceptibles de concitar el apoyo de energías plurales cuando lo que prevalece es el plano difuso de la negatividad. La concreción propositiva resulta, por el contrario, potencialmente divisoria. Para tapar de gente las calles y plazas resulta más operativo tirar de la rabia que presentar propuestas detalladas. Ahí radica la fortaleza mostrada desde su irrupción por el movimiento, al mismo tiempo que un factor de su vulnerabilidad a medio plazo.

Ese camino por andar, ese programa alternativo todavía por cuajar, está abriéndose paso en el debate social y en la agenda política mediante un modo legítimo de intervención en toda política democrática, cual es el ejercicio de influencia. A la luz de la incapacidad de un sistema de partidos esclerotizado, deslegitimado socialmente y, en cualquier caso, sin la cintura suficiente para canalizar las demandas ciudadanas al ámbito resolutivo de la política, una parte significativa de la sociedad ha decidido intervenir en su futuro colectivo.

Si la democracia es el sistema que pone (potencialmente) la política al alcance de todo el mundo, pocas dudas caben del marchamo democrático del movimiento de los indignados. El movimiento está interviniendo en la esfera pública, estimulando el debate y apuntando que otra gestión de la economía y otro funcionamiento del sistema político son posibles.

La toma de la calle es el último recurso de un actor sociopolítico que pretende hacer oír sus propuestas de forma sostenida (salvo episodios puntuales), no violenta y, en todo caso, guiado por el interés público. El sistema de autoridades, Gobiernos y partidos políticos, haría bien en escuchar lo que le tienen que decir. ¿Hay alguien ahí?

Jesús Casquete es profesor de Historia y Sistemática de los Movimientos Sociales en la Universidad del País Vasco. Es autor de El poder de la calle. Ensayos sobre acción colectiva.

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