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Columna
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Guerra abierta a sus pueblos

Después de lo ocurrido al clan Mubarak (crimen y castigo) y Ben Alí y Leila Trabelsi (crimen sin castigo, trocado en una jubilación de alto standing), los dictadores árabes se aferran a sus sillones presidenciales con más fuerza que nunca, con la tenacidad que dicta el dilema entre muerte y supervivencia. La supervivencia suya y la muerte ajena.

Aún herido y desfigurado por el fuego, el presidente yemení, Saleh, anuncia su pronto restablecimiento y regreso al país desde el que fue trasladado en ambulancia al aeropuerto para su hospitalización en Arabia Saudí. En una Libia sumida en el caos de una guerra contra los civiles que no perdona a nadie ni nada, el mascarón de Gadafi reaparece de vez en cuando en la pantalla para amenazar de nuevo a las "ratas", aunque haya renunciado de momento a los modelos más vistosos y extravagantes de su vestuario. Su sastre, momentáneamente en paro, aguarda con paciencia nuevos encargos del Líder aconchado en su búnquer de lujo con aire acondicionado.

Los dictadores árabes se aferran a sus sillones presidenciales con más fuerza que nunca

Pero el mejor ejemplo de porfía en su apego al sillón presidencial es el de Bachar el Asad, digno sucesor de su padre en cuanto al trato que reserva a su pueblo. Una tras otra, las ciudades que configuran el mapa de Siria son machacadas sin piedad por su artillería, tanques, excavadoras, helicópteros artillados y, en el caso de la villa costera de Latakia, por navíos de la Marina de guerra. Francotiradores apostados en puntos estratégicos completan la mortal faena. El número de víctimas no importa. Lo que vale es dar el merecido escarmiento a cuantos se alcen contra la tiranía de un clan entronizado sobre las ruinas ideológicas del panarabismo y socialismo revolucionario del Baaz.

Pero a diferencia de El Asad padre, que aplastó a sangre y fuego la rebelión de Hama en 1982 sin que la nueva de la matanza trascendiera apenas merced a la férrea censura de los medios informativos, los vídeos de los móviles y las redes sociales divulgan hoy día a día la destrucción implacable de Deraa, Hama, Homs, Deir al Zor, Latakia y de toda el área urbana de Idlib. ¿Quién puede creer en los comunicados de la agencia de prensa oficial cuando habla de "forajidos y salteadores de caminos que montan barricadas y aterrorizan a la población"? Las imágenes que llegan a través de Facebook y Twitter al canal catarí Al Yazira muestran a millares y millares de ciudadanos que han dejado de ser súbditos y esgrimen pancartas y corean consignas idénticas a las de sus hermanos árabes del Golfo al Atlántico. ¿Son todos ellos forajidos y salteadores de caminos? Quienes disparan a mansalva contra cortejos fúnebres, apriscan en el estadio de Latakia a centenares de detenidos conforme al modelo de Pinochet y no vacilan en asaltar los miserables campamentos de refugiados palestinos, ¿pueden ser conspiradores y mercenarios venidos del extranjero para perturbar el reposo de un pueblo pacífico y fiel?

Recuerdo que cuando el derrumbe de la URSS parecía augurar un final semejante al régimen de Castro, el Líder máximo hizo una declaración de numantino heroísmo que le sobrecogió: "Prefiero ver hundirse en el mar a la isla con todos sus habitantes a renunciar a las conquistas de la revolución". Dejando de lado el contenido real de dichas conquistas vistas a la luz de hoy, ¿cabe mejor prueba de amor al pueblo que aniquilarlo en aras de sus mejoras sociales y educativas? Pero El Asad no habla siquiera de ello, sino de salvaguardar una paz singular: la de los cementerios.

Pese al cierre hermético de las fronteras a la prensa extranjera, decenas de millones de telespectadores han asistido en directo al martirio de Hama y a la masacre que siguió a las protestas desatadas por la muerte atroz en Deraa de un chiquillo de 13 años por el crimen de trazar un grafito contra el tirano. Las sonrisas y promesas de cambio democrático de El Asad, aclamado por sus fieles de siempre, y las imágenes de la televisión estatal de la normalidad reinante en la totalidad del país mientras el hermanísimo, jefe de la Guardia Presidencial y de la IV División Acorazada, prosigue sus labores de limpieza no engañan a nadie. Las cárceles rebosan de detenidos, los jóvenes son torturados salvajemente en las comisarías y las estampas bélicas que se suceden a diario me recuerdan cada vez más a las que vi en Sarajevo. El Asad recita el mantra de cuantos dictadores en el mundo ha habido: "No creas en lo que ven tus ojos, cree en lo que te contamos". Desgraciadamente para él, nadie le presta oído.

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