Primero lo nuestro
Jake Epping es un profesor de inglés de 35 años. No tiene una vida excesivamente emocionante, ni un sueldo excesivamente alto. No se puede decir que sea feliz, ni tampoco lo contrario. Todo cambia cuando el dueño del restaurante del pequeño pueblo donde vive le confiesa que su almacén es en realidad un portal a 1958. El hostelero convence a Jake para acompañarle en un viaje a los sesenta con una misión muy concreta: evitar el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy. Así pues, el profesor y su colega se pierden en un Estados Unidos muy distinto al actual, esperando que JFK siga vivo el día 22 de noviembre de 1963. La misión, obviamente, se complicará hasta límites inusitados y lo del asesinato en Dallas se convertirá en una excusa para un camino lleno de baches.
Decir que todo lo relatado más arriba es ficción sería una perogrullada, lo mismo que afirmar que esta va a ser una de las novelas más vendidas de 2011 y con toda probabilidad la más esperada. Su autor, Stephen King, la ha titulado 11/22/63 (recordemos que los estadounidenses ponen el mes antes del día cuando escriben las fechas) y se espera que en sus 1.000 páginas se esconda un montón de diversión. En 11/22/63 se explora uno de esos tópicos que tanto gustan a la humanidad: los viajes en el tiempo. Las paradojas temporales han servido a infinidad de cineastas y escritores para explorar la psique del hombre, ese bicho que se esconde tras gestos en apariencia insignificantes pero que en realidad gestiona nuestros universos con -invisible- rigidez.
La posibilidad de volver atrás y enmendarnos la plana enlaza directamente con la certeza de que el tiempo no es elástico: un minuto es un minuto, aquí y en Pernambuco (sin entrar en disquisiciones científicas sobre cuánto dura realmente un minuto) y el pasado está muerto y enterrado. Podemos recordarlo y vivirlo todo lo que deseemos, pero cambiarlo es imposible. Eso no impide al ser humano recorrer sus propios pasos una y otra vez, pensando qué pasaría si hubiera hecho "eso" en lugar de "aquello". Un derecho que ejercitamos especialmente con los errores y las derrotas. No tengo noticia de que nunca se haya hecho una encuesta para preguntar al personal qué cambiaría si tuvieran la posibilidad de meterse en un cacharro e ir (temporalmente hablando) donde les diera la gana. Es bastante probable que fueran pocos los que pretendieran evitar la II Guerra Mundial, la llegada de Hitler al poder, la Guerra Civil española o la invención de las minas de fragmentación. Sin embargo, parece factible imaginar que muchos acudirían al encuentro de sus propios recuerdos, ya fuera para liquidarlos, para enfrentarse a ellos o simplemente para abrazarlos por última vez: la exnovia, la madre que se fue antes de lo esperado, el abuelo que nos crió y al que apenas recordamos. Otros borrarían los pequeños pecados veniales e incluso algunos mejorarían su currículo o harían acopio de vinilos. En general poco haríamos por el bien común preocupados como estaríamos por nuestros propios asuntos. ¿Y qué hay de malo en ello? Nada. Es un acto reflejo recurrir a lo que conocemos en lugar de arriesgar el culo por los intangibles. Eso sí, el día en que fabriquen la máquina del tiempo más vale que la escondan bien. La posibilidad de cambiar el pasado acabaría seguramente con la civilización moderna porque a ver quién es el guapo que querría dejarlo todo tal como está: no las guerras, el hambre o las dictaduras, eso que lo arregle otro. Primero lo nuestro. ¿Y Kennedy? Que le den.
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