Jesús del Pozo, el hombre que me vestía
Que la moda tiene que ser frívola es una de esas creencias frívolas de los superficiales. La moda es cosa seria. Al fin y al cabo todos nos vestimos, todos estamos obligados a tomar decisiones cada mañana. La indumentaria, a pesar de lo poco que ha llegado hasta nosotros debido a lo perecedero de sus materiales, es un rasgo propio de nuestra cultura desde el principio de la historia. Con ella aprendemos a presentarnos ante el mundo. A distinguirnos, a igualarnos, a protegernos de él hoy o a ofrecernos mañana.
Hay mujeres desastradas, pero no por eso menos interesadas en la moda. A veces esas mujeres desastradas respetan y aprecian más la moda que las otras. Las empingorotadas. Yo soy una de esas mujeres desastradas. Era una adolescente desastrada, pero me gastaba el dinero cada mes en la revista italiana Donna, que era gruesa y pesaba como una baldosa, y con ella al hombro me paseaba por la corta calle del Almirante de Madrid, que a mí me parecía suficientemente larga por todas las cosas interesantes que veía en sus escaparates.
'En mis creaciones es importante que todos aporten algo de su personalidad'
Mientras mi país despertaba de un sueño en una mazmorra, en los primeros ochenta, hombres como Montesinos, Manuel Piña o Antonio Alvarado querían vestirnos para una sociedad que tenía que reinventarse. Y luego estaba Jesús del Pozo, el maestro que desde su taller en esa misma calle del Almirante, tan suya que casi casi la inventó él, enseñó a todos los demás que la moda es además industria. La mítica, deseada, noble y nueva calle del Almirante, donde quizá podíamos imaginar que no estábamos ya en un país oscuro y atrasado y que nosotros también podíamos ir de tiros largos. Imaginarnos de otra manera, vernos de otra manera y aprender con ello a ser europeos siendo españoles, era uno de los primeros pasos para entrar en la democracia. Poder ser diferente y poder convivir con lo diferente. Poder disfrutar de eso llamado elegancia, ir acorde con el código de cada ocasión, sin ser por ello retrógrados ni reaccionarios. Del taller de Jesús del Pozo fueron saliendo desde finales de los setenta los pertrechos para ello. Yo era demasiado joven, pero cuando fuera una mujer adulta, sin duda, lo conocería. Conocería y usaría esa visión suya de la vida, que a mí me gusta enmarcar en aquello de lo útil y bello. Fue una satisfacción cuando el año pasado, acompañada por Óscar de la Renta, visitaba en Nueva York una exposición sobre Balenciaga y el exquisito comisario me elogió el abrigo. "Es de Jesús del Pozo", le contesté, sin ocultar mi orgullo. "Ya sabe, la tradición de inteligentes patrones españoles, Balenciaga, Pertegaz, Jesús del Pozo...".
Decía Jesús: "Tanto en mis creaciones como en mis perfumes es importante que cada persona aporte algo de su personalidad; por eso trato de hacer tanto la moda como los perfumes muy dúctiles y adaptables". Dúctil, adaptable, generoso, entusiasta, calculador, brillante, austero, divertido, sobrio, riguroso, asombroso, exigente... todo eso y más ha sido Jesús del Pozo para mí. Vestir sus ideas, ir arropada por él tantas veces, y en más de un sentido, es de los tesoros mejores que me ha deparado la vida. Eso y ver trabajar a las magníficas mujeres del equipo que con tan sabia mano ha dirigido hasta el último momento. No es ni un oficio ni una industria fácil, aunque lo pueda parecer a los frívolos que juzgan frívola la moda.
Ángeles González-Sinde es ministra de Cultura.
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