Recuperación del Estado
Casi todo el mundo había asumido en los últimos tiempos que la hegemonía de lo público, especialmente en el terreno económico, era un camino seguro para la ineficiencia. Claro está que esta nueva "verdad" se asentaba sobre la hipertrofia lineal y acrítica de un intervencionismo hasta cierto punto ingenuo, colgado de la manipulación de la demanda como medida de todas las virtudes, caída en desgracia -sin embargo- al compás de las crisis sucesivas de las materias primas y, singularmente, del petróleo.
Desorientada la doctrina, el espacio de la ortodoxia dominante fue ocupado sin timidez alguna por una síntesis de pragmatismo y mercado, que -más pronto que tarde- enseñó los descosidos de un laissez faire de catecismo. Fuimos muchos los que creímos en una cura desregulatoria diseñada con un mínimo de sensatez, pero el genio de la lámpara se escapó raudo por la senda del Estado mínimo, con epígonos que hicieron de sus predecesores unos intervencionistas acérrimos, tal fue la furia liberalizadora, asumida incluso por los genuinos herederos del keynesianismo ingenuo.
No hay nada más ridículo que líderes autonómicos amenazando con devolver competencias
Estamos, pues, sumidos en la crisis inacabable, con una herramienta en recomposición, como es el Estado, al tiempo que el ámbito de los problemas relevantes se ha redirigido hacia lo planetario, por un lado, y cara lo local, por otro. La más que plástica asimetría entre la libre circulación de capitales a lo largo y ancho del mundo, se compadece mal con una ausencia total de gobernanza a esa escala, lo mismo que en la Unión Europea, por poner un ejemplo que seguramente nos es más próximo, esa falta de correspondencia se materializa en la incoherencia que supone poner asumir lo monetario y conformarse con una institucionalización anémica de las demás políticas presuntamente comunes.
No puede resultar así más clara la necesidad de la recuperación de un sentido de lo público, de revisitar ese Estado identificado como rémora -justificadamente en el plano de la burocracia y como agente empresarial-, pero que hoy ha de convivir con una sociedad civil más organizada y que, paradójicamente, lo necesita, porque no es su objetivo el sustituirle.
La potencia creciente de la tecnología, que, además de modificar los procesos productivos, está cambiando muy rápidamente la forma de las relaciones interpersonales a través de la red, exige la adaptación de las políticas públicas y de la administración, pidiendo, en definitiva, y con urgencia, otra manera más relevante y eficaz de lo público. También en Europa.
El desafío es extremadamente cruel, pues a una demanda social creciente, enfrenta medios cada vez más restringidos, reto que no se superará arrumbando al Estado, sino más bien transformándolo, dándole una textura sólida, en conexión inevitable con la UE y las deseables nuevas instituciones globales o con las ya existentes, pero realmente operativas. Y asumiendo, sin cobardías oportunistas, la configuración constitucional que se ha plasmado en las Autonomías.
No hay nada más descorazonador, sino ridículo, que escuchar a responsables autonómicos amenazando -y deseando quizás- con la devolución de competencias al Gobierno central. Por extraño que parezca a algunos, que adolecen de un centralismo genético, un Estado profundamente descentralizado o federal resulta más coherente de cara a buscar soluciones a los problemas de la sociedad actual que una recentralización alcanforada.
No deja de resultar sorprendente la no asunción de que las Comunidades Autónomas han recibido responsabilidades a las que han de hacer frente, con los recursos que en justicia les corresponden, pero superando unos y otros -gestores de lo público en Madrid y en los territorios- la cansada y reiterativa batalla de la "culpabilidad" del otro. Contrólense los gastos excesivos del estado del bienestar, implícitos muchos de ellos en defectos de gestión, no se demonice por sistema al sector privado -insustituible como propulsión en la recuperación del crecimiento-, abórdese sin improvisaciones ni apriorismos tecnocráticos la inevitable reforma de los gobiernos locales e interiorícese la inacabable senda de la forma que nos hemos dado para administrarnos.
Por su propia naturaleza, la dinámica federal o cuasifederal es un camino inacabable, complejo, propicio a las tensiones, pero capaz de superarlas sucesivamente. Y no ha sido señalado por alguna extraña maldición como un sistema ineficaz y descoordinado, antes bien semejantes notas negativas se hacen presentes por la torpeza de la gestión de aquellos que, después de más de 30 años, siguen empecinados en no querer entender un Estado diferente.
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