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Reportaje:PENSAMIENTO

La mundialización como calamidad

La creencia en el progreso de la humanidad forma ya parte de nuestro patrimonio arqueológico. Ya nadie ve en el surgimiento de un solo mundo, de una patria común para todos nosotros, una buena noticia. Desde el momento en que se inventó la idea de progreso -suele darse por buena una fecha en el siglo XVIII- se asumió que tan benéfico y liberador proceso nos afectaría a todos, a la postre. Los padres del liberalismo le dieron un buen empuje, pero los del socialismo construyeron una teoría elaborada y potente, una verdadera épica histórica. Ha inspirado a muchos y producido sacrificios y heroísmos sin cuento. Los sarcasmos reaccionarios de quienes descalifican esa historia como si hubiera estado condenada a acabar en manos de fanáticos, en exterminios y en el dolor de tantas gentes merecen sólo desdén.

Una cosa es rechazar el catastrofismo antiprogresista y generalizado, y otra desconocer las amenazas reales

Pero es cierto que una parte esencial de ese descalabro se debió a la ruta inesperada a la que habría de conducir el ensueño simplista de la fe en el progreso. Un progreso del cual la mundialización -es decir, la generalización de la civilización- era componente esencial. En cuanto comenzamos a apercibirnos de que el progreso consistía en una mera modernización -acercamiento de las sociedades tradicionales o hasta primitivas- al mundo llamado avanzado y que ésta no era fácil ni unilineal, empezamos a pensar en que era más realista hablar, en plural, de modernizaciones. Muy pronto nos percatamos de que tampoco eso servía: se empezó a definir los países como "en vías de desarrollo", es decir, atrasados (eufemísticamente "subdesarrollados"), sin que nadie supiera si iban o no a desarrollarse, es decir, a modernizarse democrática y económicamente. La falsa palabrería invadió el vocabulario, incluido, ay, el de algunos que se pretendían científicos sociales. Junto a tanta polución conceptual, comenzaron a acumularse desastres de toda laya: demográficos, bélicos, ideológicos, sanitarios, terroristas, amén de los efectos perversos que la extensión de la mundialización traía consigo, como son los que destruyen el ambiente.

Lo que había sido monopolio de progresistas desencantados, prestos a denunciar las desilusiones del progreso -y regocijo infinito de los conservadores, con su sonsonete "ya te lo decía yo"-, se fue transformando en una corriente de opinión que ha superado ya con creces la vieja literatura sobre la presunta "decadencia de Occidente" o la inminente "rebelión de las masas". Ni la una ni la otra ha acaecido, a menos, amable lector, que supongamos que las manifestaciones de los moralmente indignados en nuestras plazas sean señal inequívoca de ambos episodios.

La industria literaria de la catástrofe -de la llamada "sociedad del riesgo", del hundimiento general de la civilidad, de la irremediable perversión de todo-, unida a la de la denuncia de la mundialización, ha sustituido, con sus acentos proféticos, la más melancólica, razonada pero igualmente pesimista de los augures anteriores, que por lo menos se aferraban a la cultura burguesa y liberal que respetaban. No así los de ahora. Prefiero no mentar a sus confusos, posmodernos, relativistas y populares gurús, que se presentan como si fueran en algún sentido progresistas, aunque ni crean ni arguyan a favor de progreso alguno.

Las más de las veces unen sus especulaciones a la noción de mundialización -o como suelen decir los traductores del inglés globalización- puesto que los riesgos son globales. En algunas ocasiones la ironía y la serenidad se imponen, lo cual no les impide reconocer la gravedad de algunos de los daños de la mundialización avanzada. Ernesto Garzón Valdés en su obra Calamidades, reseñada en su día en Babelia, es un representante señalado de este notable enfoque. También lo es sin duda el libro que han compilado Daniel Innerarity y Javier Solana sobre la gobernación de los riesgos globales con los que nos enfrentamos y que, a no dudarlo, menudean. (Una cosa es rechazar, como hago más arriba, el catastrofismo antiprogresista y generalizado, y otra desconocer las amenazas reales con las que se enfrenta la raza humana precisamente a causa de nuestra manera de habernos modernizado).

Los que hemos trabajado algo sobre cuestiones de gobernabilidad y gobernanza estamos muy conscientes de que la mundialización de los problemas es parte esencial de ellas. Son inseparables. Innerarity y Solana, preocupados desde hace tiempo por estas cuestiones, o aportadores ambos de experiencia o reflexiones notables sobre el asunto, han reunido en La humanidad amenazada un conjunto de reflexiones sobre aspectos muy diversos de los peligros que nos acechan pero que tienen como denominador común su capacidad de dañar a toda la humanidad, es decir, de poner fin, al proceso del progreso. Lo más atractivo de estos ensayos -con una sola excepción, compuestas por autores extranjeros- es precisamente el grado de realismo que por lo general los inspira. Se cuela en algún lugar la voz profética del cataclismo universal -sin Juicio Universal, me temo-, pero predomina la serenidad que se impone si queremos gobernarnos y salir de ésta del modo sabio y estoico a que nos obliga la civilización racionalista y democrática a la que pertenecemos. La misma, sin duda, que concibió e hizo florecer la noble fe en el progreso de la raza humana.

La humanidad amenazada: gobernar los riesgos globales. Daniel Innerarity y Javier Solana (editores). Paidós. Madrid, 2011. 336 páginas. 19,90 euros (electrónico: 13,99). Calamidades. La responsabilidad humana ante la atrocidad. Ernesto Garzón Valdés. Gedisa. Barcelona, 2009. 285 páginas, 17,50 euros (electrónico: 9,90).

Enfrentamientos en 2009 entre manifestantes antiglobalización y policía delante del Banco de Inglaterra, en la City londinense.
Enfrentamientos en 2009 entre manifestantes antiglobalización y policía delante del Banco de Inglaterra, en la City londinense.OWEN HUMPHREYS / AP

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