La divina roca
Sal de salario. Suma que se daba a los soldados para que comprasen sal. Sofisticando el sistema financiero sucedía que en Caniclu, provincia sometida al imperio del Gran Kan, fabricaban una moneda de sal -cocida para darle forma en su secado- que era parte fundamental del sistema monetario, con peso exacto y buena ley al decir de los nativos, aunque se desconoce si la ley se medía por la concentración de carbonatos sódicos o potásicos que contuviese.
Pero antes de acuñar moneda con la divina roca los reyes ya sabían que el poder de la sal es tan eximio y más valioso que el del oro, y los tributos de sal eran mucho más apreciados por los beneficiarios que los demás, al contrario que sucedía con los contribuyentes, que por cualquier gabela organizaban una revuelta. Así opina, al menos, erudito tan versado en cuestiones de la sal como don Bernardino Gómez Miedes, obispo que fue de Albarracín, que a mediados del siglo XVI se estrujó el magín para pergeñar más de 800 páginas -¡en latín!- sobre el condimento, haciéndonos de esta suerte admiradores de su talento y devotos de la sustancia.
Sazonar las comidas con sal no deja de ser una redundancia
Imprescindible para la existencia, todos nuestros alimentos la llevan consigo -ya demostró el científico Claude Bernard en el siglo XIX que el líquido extracelular está lleno de ella- y sazonar las comidas con sal no deja de ser una redundancia alimentaria aunque también un placer para el paladar, que rezuma de satisfacción cuando por medio de esta sustancia lo que ingerimos aumenta su sabor y penetra nuestras papilas.
Ingrediente y conservante, todo en uno, por su merced prosperaron el comercio y la industria, e incluso alguna religión como la católica, ya que fue capaz de alimentar el cuerpo -que no el espíritu- a los millones de practicantes de esa cultura que tenían que conformarse con el salado bacalao para que sus devociones en tiempo de Cuaresma no se viesen frustradas por las hambres. A falta de sorbatos, sulfitos, nitritos, acetatos, propionatos y demás químicos conservantes, los grandes pescadores noreuropeos tenían la sal inundarnos de los excedentes que les proporcionaban sus fríos mares, que aquí y en todos los mundos del interior comían los parroquianos con la pasión del converso.
Aunque hoy las cosas han cambiado, y ya no es castigo sino placer lo que obtenemos de la inmemorial técnica curativa; cuando pensamos en sal pensamos en salazón y, según nuestras posibilidades, en el abadejo o el curadillo, en el arenque y en el capellanet, o en las más importantes razones gastronómicas que nos proporcionan las huevas conservadas, sean de mújol o de atún, de salmón o de esturión.
La sal en la cocina lo es todo y no es nada, como impuesto que fue transforma en oro todo lo que toca y una comida sin sal resulta deleznable cuando menos. Sin embargo, por sí misma hoy nada vale y no ha habido ingenio que la prescriba en soledad, así sus orígenes se sitúen en los mares de Torrevieja o en las altas rocas del Himalaya.
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