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Columna
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Violencia

Una "orgía de violencia". Es así como una mujer, testigo de los virulentos disturbios de Londres de estos días, califica lo que han contemplado sus asustados ojos. Parece además que esa kale borroka se extiende a otras ciudades del país como Birmingham, Leeds, Manchester... ¿Qué les pasa a todos esos jóvenes y adolescentes que de pronto se coordinan para quemar, arrasar, saquear y atacar? ¿De dónde sale toda esa furia?

Estos días de sopor veraniego he estado leyendo, entre otras cosas, Una historia de la violencia, de Robert Muchembled. El historiador francés realiza un trabajo de documentación ingente, pues pretende esbozar nada menos que una historia cultural de la violencia desde el siglo XIII hasta nuestros días. La conclusión más obvia es que en esos siglos la violencia física y la brutalidad han descendido claramente al menos en Europa Occidental. Con algunas constantes dignas de estudio, eso sí, en cuanto al sexo y la edad: afecta muy poco a las mujeres, que hoy son responsables aproximadamente de un 10% de los delitos, con pocas variaciones desde finales de la Edad Media; en conjunto, los implicados son sobre todo varones jóvenes entre los 20 y los 30 años.

Está claro que durante ese período se ha desarrollado en Occidente un poderoso modelo de gestión de la brutalidad masculina, especialmente juvenil. Antes de ser lentamente monopolizada por el Estado y la nación, la violencia conformaba la personalidad masculina según el modelo noble de virilidad, con su alto concepto del honor. En las sociedades rurales medievales, la brutalidad juvenil era considerada algo normal y hasta se fomentaba. Permitía formar a individuos capaces de defenderse en un entorno hostil. Sin embargo, a partir del siglo XVII, fue objeto de una metódica prohibición apoyada por la religión, la moral y la justicia penal. La cultura de la violencia se fue borrando para acabar canalizando la potencia masculina y ponerla al servicio exclusivo del Estado. Una canalización que también se ha ido transfigurando en nuestras sociedades multiculturales y desmilitarizadas. En cualquier caso, la agresividad masculina aparece tanto como una realidad biológica como una construcción cultural; exactamente lo mismo que la dulzura o la indefensión femeninas.

Lo curioso del libro de Muchembled es que él mismo duda de que, como muestran las estadísticas, esa violencia dibuje una curva de continuo descenso. En su escritura están calientes los disturbios de los suburbios franceses del otoño de 2005 (tan parecidos, en principio, a los ingleses de estos días): "¿Es posible que el proceso se esté invirtiendo y desemboque en una 'descivilización' de las costumbres?", se pregunta. Sin embargo, todo su libro es un muestrario de esa cíclica violencia juvenil, "como un canto de rebeldía". Si algo queda claro, en definitiva, es lo lento, lo ambiguo, lo frustrante del proceso...

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