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Columna
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El nuevo papel de los ejércitos

El nuevo presidente de Haití, Michel Martelly, prometió en su campaña electoral restablecer las fuerzas armadas, desmanteladas en 1995 tras la dictadura de los Duvalier a causa de los abusos en los que tomaron parte. Martelly quiere restablecerlas para, además de defender el territorio, ocuparse de la seguridad en las zonas rurales, luchar contra el narcotráfico y responder ante emergencias. Para un país sin amenazas exteriores, sería mucho más barato y eficaz crear un buen cuerpo de seguridad interior; el propio Martelly ya admite que la nueva institución podría parecerse más a una gendarmería que a un ejército. Pero el anuncio llega en un momento en el que en América Latina, Asia y otras regiones las fuerzas armadas ganan en prestigio y presupuesto, olvidando su papel represor en un pasado cercano. También coincide en el tiempo con los eventos en el mundo árabe, donde los ejércitos están jugando papeles bien distintos pero siempre relevantes (árbitros del cambio en Túnez y Egipto, pilar de la represión en Siria, divididos en Yemen y Libia). La participación de los ejércitos en la vida política y la seguridad ciudadana puede en ocasiones aportar beneficios a corto plazo pero, cuando esto pasa, suele ser síntoma de un problema en las fuerzas policiales. Estas, o bien están concebidas para defender al régimen y no a las personas, o bien son corruptas, pobremente equipadas o sin suficiente formación. Con que una parte de los recursos crecientes destinados a los ejércitos (incluidos los de ayuda internacional) fuese bien invertida en cuerpos de policía al servicio de las personas, la vida de millones de ciudadanos experimentaría una mejora sustancial.

El concepto de seguridad no puede ser de un régimen ni nacional, sino de la ciudadanía

En 1948 Costa Rica decidió prescindir de sus fuerzas armadas y en 1991 Panamá sustituyó a su ejército por una Guardia Nacional. Pero estos dos precedentes, y el haitiano, son excepciones en un contexto latinoamericano en pleno rearme. Un instituto de referencia en estos temas, el SIPRI de Estocolmo, calculó que entre 2005 y 2009 las compras de armas en la región aumentaron un 150%. No se trata de una simple modernización, sino que incluye una cantidad preocupante de armamento adecuado únicamente a la guerra convencional, como tanques. Brasil acaba de anunciar la fabricación de una flota de submarinos de propulsión nuclear con finalidades defensivas. La ola de inseguridad que azota a países como México y Guatemala, en parte resultado de la ineficacia y corrupción de sus cuerpos policiales, está empujando a los ejércitos a tareas que no les son propias y para las cuales no cuentan con la preparación ni los recursos necesarios. Algunos gobiernos, además, le están atribuyendo al ejército un papel de guardián de la revolución, como pasa en Venezuela, o buscan la participación castrense en el desarrollo económico del país, como Ecuador.

Más que ayudar a conjurar riesgos y garantizar la paz y la soberanía territorial, este nuevo protagonismo de las fuerzas armadas genera inquietud y no resuelve los problemas reales de los ciudadanos latinoamericanos, que viven atenazados por unos niveles intolerables de inseguridad. Con su reciente historia de intrusión en política, golpes de Estado y represión, América Latina parece un territorio poco adecuado para este resurgir militar. El sureste asiático, otra región con una historia reciente de dictaduras con participación militar (Indonesia, Tailandia, Filipinas), y donde todavía gobierna una junta militar en Myanmar (Birmania), también está entrando en un momento de rearme, nuevo protagonismo de los militares e incluso un enfrentamiento directo entre Camboya y Tailandia que ya ha pasado de la retórica a los tiros en la frontera.

Los acontecimientos en el mundo árabe han demostrado la importancia de despolitizar al ejército y someterlo al control civil. También han demostrado que es temprano para renunciar a las capacidades de intervención militar: sin ellas, Gadafi habría podido consumar en Bengasi una masacre de grandes dimensiones. Además, sin capacidades militares sería imposible repartir ayuda en territorios en conflicto como el este de la República Democrática del Congo, y los piratas camparían a sus anchas por el Índico.

Probablemente la lección más importante de las revueltas árabes es la necesidad de cambiar el objeto de la política de seguridad, que no puede ser la seguridad del régimen, ni tan siquiera la nacional (a menudo, una coartada de la anterior), sino la seguridad de la ciudadanía. En ese cambio los ejércitos tienen un papel que jugar, pero el futuro está, sobre todo, en desarrollar mucho más unas fuerzas policiales al servicio de las personas, bien equipadas y entrenadas. La desproporción entre recursos destinados a los primeros y a las segundas es un problema común de Venezuela a Argelia, de Honduras a Filipinas. Es hora de corregir este desequilibrio, comenzando por la cooperación internacional; tal vez Haití sea un buen lugar para marcar el nuevo camino.

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