CAMBIO DE CHAQUETA, CAMBIO DE PAREJA
Mientras los padres de la patria, en julio de 1977, entraban por primera vez en el Congreso de los Diputados Mejía Godoy cantaba Son tus per-júmenes, mujer, los que me sulibeyan. Como un ave del paraíso, el pelo de huevo hilado, la camisa con palmeras tropicales y la gorra marinera, accedía Rafael Alberti a su escaño y una vez aposentado se ponía a pensar en las caracolas sin importarle nada de cuanto sucedía a su alrededor. En el bar del Congreso se cruzaban con miradas aviesas las dos Españas ante un café con leche, Fraga y Carrillo, Alfonso Guerra y Suárez, Fernández de la Mora y Arzalluz, Marcelino Camacho y López Rodó. La mesa de edad la presidía Dolores Ibárruri. Vestida de negro ibérico e inmóvil como una antigua maternidad de piedra, en lo alto de la tribuna parecía esperar dormitando la llegada de un lejano tren que había perdido 40 años atrás. Los cronistas parlamentarios describían las sesiones de las Cortes democráticas con vocabulario taurino, como si cada debate fuera la corrida de la Beneficencia. Cuando se entablaba una gresca en el hemiciclo, en la tribuna de la prensa algunos periodistas gritaban ¡¡más caballos!!
Recién inaugurada la libertad, en el país comenzó a reinar la acracia. Todo estaba permitido
Recién inaugurada la libertad, en el país comenzó a reinar la acracia. Todo estaba permitido. Ningún político, ningún obispo, ningún maestro, nadie que llevara gorra de plato, desde el jefe de la Acorazada hasta el último bedel, portero de hotel o abrecoches, se atrevía a prohibir nada. La marea del sexo a granel golpeaba de noche las terrazas, los abrevaderos de Malasaña, las discotecas de moda, El Sol, Stella, Picadilly. Entre los políticos comenzaron los primeros cambios de chaqueta. Un franquista amanecía liberal, un estalinista se hacía eurocomunista, el leninista se convertía en socialista, el falangista se pasaba a la socialdemocracia y sobre este baile de ideologías se coronaban los pasotas con una cresta de pollastre. Los progres cuarentones fueron los primeros en cambiar de pareja. Con su nueva chica, a la que doblaban en años, se dejaban ver en la terraza del Teide, en la Castellana, que era la pasarela nocturna de la modernidad. También en los restaurantes de lujo aparecieron ejecutivos sesentones con sus nuevas mujeres treintañeras. Otros se intercambiaban amantes o se despertaban cada mañana con una o con un desconocido en la cama. Durante el desayuno, untando la tostada con mantequilla, se preguntaban: "A todo esto, ¿tú quien eres? ¿Te conozco de algo?". "No sé. Creo que me subí a tu Yamaha al salir de la discoteca Mau-Mau", respondía ella. Algunos diputados comenzaron a ligar con las jóvenes periodistas de la tribuna de prensa, solo se salvó Pilar Narvión, ya entrada en edad, que ejercía de clueca amorosa y comprensiva entre aquella abierta, feliz e inteligente camada femenina de cronistas parlamentarias. En el café Gijón lleno de humo y repleto de testigos se pudo contemplar a las ocho de la tarde a un famoso dirigente socialista metiéndole la lengua hasta la campanilla a una reportera, su nueva novia, que con el tiempo sería una novelista de éxito, una escena que no produjo ningún escándalo porque parecía que el mundo siempre se iba a acabar el próximo fin de semana en aquella fiebre del sábado noche, que bailaba Travolta y cantaban los Bee Gees. Guardias civiles saltaban por los aires, en las redacciones se comentaba el asesinato del banquero Javier Ybarra a manos de ETA, al que había secuestrado; empezaba a oírse el rumor de sables, las chicas llevaban minifaldas imposibles, tan cortas como se creía que iba a ser la democracia, un pájaro endeble recién caído del nido. En los tresillos isabelinos del Congreso, algunos diputados se liaban porros sin mirar a los lados; en el banco azul, los ministros competían a ver quién se fumaba el puro más largo; los fotógrafos se paseaban por el hemiciclo, como en un safari, cazando bostezos hasta la muela del juicio de ciertos diputados. A medida que se iba convirtiendo en un hombre de Estado las patillas de hacha de Felipe González fueron subiendo desde la mandíbula hasta el lóbulo de las orejas.
La conversión al placer de los viejos estalinistas se producía después de viajar a Ibiza por primera vez. Aquel verano de 1977 los jipis auténticos habían levantado el vuelo hacia Katmandú, dejando Santa Eulalia, San Antonio y la isla de Formentera a merced de los argentinos que vendían brazaletes de cuero y colgantes con la diosa Tanit en los tenderetes. Hasta Ibiza llegaban pintores del realismo social a pintar vacas echadas con ubres azules y volutas psicodélicas; iban de vacaciones a la isla ejecutivos encorbatados y volvían con pantalones blancos de panadero y la camisa de lino despechugada; a los comunistas más ortodoxos les bastaba una semana en Ibiza para regresar a Madrid con una pluma de pato engarzada en la oreja. Había que ser feliz a toda costa y bañarse desnudo en la playa. Bajo la luna llena de agosto de 1977 nadie era nada si no se fumaba un canuto de hachís. En las noches de aquel verano de 1977, iluminadas por las ráfagas cobalto de los furgones de la policía, la libertad había llegado de un modo irreversible a España.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.