El Congo en autostop
Lo primero que necesita un viajero que pretenda recorrer los caminos del África negra es paciencia. Lo segundo, un sistema óseo a prueba de agencia de calificación de deuda para aguantar el variopinto sistema de transporte público de un continente donde, salvo excepciones, no existe ni sistema de transportes, ni servicios públicos ni, si me apuras, Estado.
Por eso, cuando te planteas un desplazamiento terrestre por esa África maravillosa pero olvidada en los folletos turísticos no queda más remedio que ir muy temprano al mercado, localizar los camiones que estén a punto de partir, buscar uno que vaya en la dirección adecuada y negociar con el chófer una plaza en la carga, donde a buen seguro se hacinan ya docenas de viajeros, con sus respectivas cabras, gallinas, sacos y demás pertenencias. La carga puede variar desde mullidos sacos de grano (buena suerte) a ganado vivo (mala, muy mala suerte) y no puedes elegir. Ya lo dijo Kapuscinski, en África los conductores de camiones poseen el estatus más alto del escalafón laboral, casi tanto como un ministro, pues solo ellos tienen la potestad de llevarte o no de una ciudad a otra. Son la Renfe en versión africana. El sistema infalible que han utilizado los mochileros desde tiempos inmemoriales para recorrer el continente negro.
La selva de Tarzán, el corazón de las tinieblas, las cataratas de Stanley y los últimos pigmeos confluyen en esta mancha verde de los mapas de áfrica
El mismo que utilicé hace un tiempo para recorrer un país que ya no existe como tal, Zaire, y un río de nombre evocador. Dices "Congo" y como un resorte se disparan otras palabras hermosas como selva, río, tambores, caucho, Tarzán.... Hay topónimos que viajan cargados con una mochila de sensaciones y Congo es uno de ellos.
El antiguo Zaire que yo conocí es ahora la República Democrática del Congo (RDC), que ocupa casi la totalidad de la cuenca de ese gran cauce africano, el segundo más caudaloso del mundo. La RDC no es el lugar más recomendable para hacer turismo en estos momentos, pero oficialmente nada lo impide. Otro asunto es que toda la franja oriental del país, fronteriza con Uganda, Ruanda y Burundi, esté sumida aún en el caos en el que cayó tras el genocidio ruandés y la crisis de los refugiados de los Grandes Lagos.
Entonces como ahora, el Congo era el país de lo superlativo: desde el tamaño (el segundo más extenso de África) a la diversidad de etnias que lo habitan o la superficie de selva virgen que lo cubre, pasando por la carencia de infraestructuras y la corrupción institucional. La selva impenetrable de Tarzán, el corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, las cataratas de Stanley y las últimas tribus de pigmeos ancladas aún en la edad de piedra confluyen en esta mancha verde de los mapas de África, donde los hilos de la aventura hilvanan aún el atuendo de los viajeros.
Recuerdo que aterricé en Goma, una ciudad de casas bajas y calles enlodadas a orillas del lago Kivu, en el este del país y junto a la frontera con Ruanda. En Goma, el principal negocio en aquellos tiempos era el timo al turista; hoy no habrá ni turistas que timar. Un chico y dos chicas austriacas, con los que intimé la primera noche mientras nos emborrachábamos a orillas del lago Kivu con cerveza local y bailábamos con ritmos capaces de descoyuntar a Beyoncé, me ofrecieron un hueco en su furgoneta hasta la Reserva Natural de la Rwindi. Acepté bendiciendo mi buena suerte, pero pronto comprendí que la cuadriculada mentalidad prusiana de mis benefactores era incompatible con el talante africano. A la tercera avería de aquella ruina rodante, los austriacos montaron en cólera y exigieron soluciones rápidas y efectivas a André, el congoleño que conducía. Como si el concesionario de Volkswagen estuviera a la vuelta de la esquina. En vista de que ya estábamos en el interior de la reserva de la Rwindi, donde la población de leones es considerable, y el motor seguía sin dar señales de vida, dormimos todos apiñados entre el coche y un gran fuego, mientras la noche se llenaba de rugidos y extraños sonidos. Nadie pegó ojo de puro miedo.
Dos días después abandoné la explosiva mezcla afroteutónica e hice el alto en la carretera a un nativo para que me llevara con su 4x4 a las montañas Virunga para cumplir uno de los sueños que me había llevado hasta el Congo: ver de cerca a los gorilas de montaña. Pero el hombre se enfadó porque le regateé demasiado el precio y me dejó tirado a nueve kilómetros del destino. Llegué al refugio de Djomba exhausto y si no morí deshidratado fue gracias a las piñas y mangos que me iban dando los sorprendidos aldeanos. El esfuerzo mereció la pena: al día siguiente pude subir por una selva húmeda a 3.000 metros de altitud, donde las hormigas tenían el tamaño de una rana y la agresividad de un broker de Wall Street, para estar un par de horas sentado en posición sumisa entre un grupo de gigantescos gorilas de montaña, incluido el macho espalda plateada. Me explico que Diane Fossey se quedara colgada de este lugar.
A la vuelta de Djomba, subí a un camión de carga en Rutshuru que se dirigía a Kanya por la única carretera transitable en el este del Congo. Se trata de una pista de tierra de casi mil kilómetros de longitud entre Bukavu y Kisangani por la que discurre todo el tráfico rodado del país y que queda anegada en cuanto empieza la temporada de lluvias. El paisaje justificaba el viaje. La carretera, la misma que luego vimos en todos los informativos atestada de refugiados de Ruanda y Burundi vagando sin rumbo con sus bultos en la cabeza, partía en dos la monotonía de la selva como un hilo anaranjado que alguien hubiera olvidado sobre un tapete siempre verde. Una pantalla vegetal tapiaba ambos lados de la pista con un halo de misterio. Estaba en mi particular corazón de las tinieblas.
Durante las siguientes jornadas continué avanzando de pueblo en pueblo. Pasé dos días con sus dos noches sobre un camión que transportaba pescado seco del lago Alberto; cuando bajé de él, me perseguían los gatos. No hubo jabón en todo el Congo capaz de quitar ese olor de mis ropas. Subí también en la furgoneta reluciente de unos misioneros belgas y en el todoterreno de unos turistas italianos que me recogieron exhausto cuando trataba de recorrer a pie -en mi bendita ignorancia de hombre blanco- 13 kilómetros de selva por los que no pasaba camión alguno. Y navegué en piragua por el río Ituri, un afluente del Congo, en busca de tribus de pigmeos.
Tres semanas después de dejar Goma, el rumor del gran Congo desplomándose por las cataratas Stanley anunció la llegada a Kisangani. La Leopoldville colonial, fundada por el explorador británico en la espesura por encargo del rey de los belgas, no se diferenciaba mucho de otras localidades zaireñas por las que había pasado: casas bajas con tejado de uralita, mercados llenos de vida y color y calles enlodadas en un barro rojizo. Pero para mí, en esas circunstancias, Kisangani era sinónimo de un hotel limpio, una comida en condiciones y un buen descanso.
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