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Gracias y desgracias
Columna
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Unidad de fantasías intensivas

Eugenia de la Torriente

Mientras trataba de decidir si pasaba las vacaciones en la playa o la montaña, la vida eligió por mí y fijó un hospital de Madrid como exótico destino. En realidad, fue más mi pericia con la moto que el destino, pero lo otro suena más evocador. Qué curioso resulta el paisaje de los techos hospitalarios: el horizonte mediterráneo no es, pero tiene la peculiaridad de revelarse solo ante los ojos de quienes transitan por los pasillos tumbados en una camilla. Según lo enfermo que estés y cuán optimistas sean tus expectativas de dejar de estarlo, puede llegar a parecerte precioso o infernal.

En urgencias sucede lo mismo que en la redacción de un periódico: la tele nos ha hecho creer que se trata de un sitio mucho más excitante y atractivo de lo que es en realidad. De ahí que la imaginación traumatizada se esfuerce, entre escáneres y radiografías, por convertir al cirujano resultón y su corte de estudiantes en el reparto de macizos y beldades de Anatomía de Grey. Pero fantasear con el oficio del prójimo es algo común. Al enterarse de que trabajo en moda, el médico que investiga el estado de mis riñones fabula con lo fascinante que sería estar en una fiesta con Gisèle Bündchen y Adriana Lima. ¿Para qué le voy a quitar la ilusión? Yo también soñaba con que me manoseara George Clooney. Para el caso, podemos ingresar todos en la unidad de fantasías intensivas.

Una vez en planta, las cosas son inevitablemente más aburridas. Pero en la vida moderna bostezar es como asumir un fracaso. La sociedad desarrollada procura solaz a sanos y tullidos con sus abundantes posibilidades de entretenimiento. Móviles, reproductores de DVD y portátiles sustituyen y/o conviven con libros y revistas. Un exceso de oferta que esconde una certeza: el anticuado dolor y su fiel compañero, el miedo, raramente quieren compañía. Ni analógica, ni digital. En cambio, esa ventana junto a la cama, con su limpio pedazo del cielo, es todo el entretenimiento que el enfermo necesita. Claro que en una tumbona en la playa se estaría mejor, pero 48 horas después de un accidente de tráfico ese rectángulo azul sabe a gloria. ¿Puede haber mejor pantalla sobre la que proyectar la esperanza? Y, para las cicatrices, humor negro. Eso decía la excéntrica estilista Isabella Blow. La descubridora de Alexander McQueen, que se suicidó en 2007, nunca fue la más cabal de las guías espirituales, pero de heridas sabía un rato.

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