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Columna
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Efemérides

Es evidente que cualquier acontecimiento histórico tiene cada año su correspondiente aniversario. Pero es también obvio que cuando el número de años transcurrido desde un suceso relevante configura una cifra que normalmente se define como redonda, tal hecho impulsa, anima y facilita su celebración o conmemoración. Pues bien, el 2011 reúne las citadas condiciones respecto a no pocos acontecimientos de nuestra historia reciente. La pasada semana recordaba en estas mismas páginas los 75 años transcurridos desde el comienzo de la Guerra Civil. Pero en 2011 se cumplen también 80 años del comienzo del proceso autonómico en Galicia, 75 del plebiscito del Estatuto del 36 y 30 desde la formación del primer Parlamento gallego como consecuencia de las elecciones autonómicas celebradas en 1981 al calor del vigente Estatuto de Galicia.

El presidente de la Xunta no alberga la mínima intención de impulsar la reforma del Estatuto

En efecto, a principios de junio de 1931 comenzó el proceso de elaboración del primer Estatuto, tan solo tres semanas después de la proclamación de la República y, por tanto, en pleno vacío constitucional, pues las Cortes constituyentes surgidas de las elecciones de junio del 31 no habían comenzado siquiera la elaboración de la Constitución republicana. Por diversas razones (discrepancias internas primero, el Bienio Negro y la decisión de dar prioridad al Estatuto vasco después), el Estatuto de Galicia no completó su recorrido hasta el 28 de junio de 1936, día en el que fue plebiscitado masivamente por el pueblo gallego. Pero, como es bien sabido, el proceso democrático fue interrumpido abruptamente debido al alzamiento franquista y a la Guerra Civil y el Estatuto, a diferencia del vasco y el catalán, no pudo entrar en vigor en los años 30. Sin embargo, el 28 de junio de 1936 es una fecha de recuerdo inexcusable en nuestra historia política. Además de ser el día en que el pueblo gallego se pronunció a favor del autogobierno, tal hecho constituyó el precedente decisivo que nos permitió en 1978 situar a Galicia en la Constitución democrática al mismo nivel que Cataluña y el País Vasco.

Peso a todo ello, las dificultades para el Estatuto de Galicia no desaparecieron. La idea dominante entonces en los círculos de poder consistía en reconocer -por inevitable- el derecho a la autonomía política a Euskadi y a Cataluña, y reconducir el resto del proceso a una mera descentralización administrativa que evitase una drástica transformación del viejo aparato centralista. El esquema diseñado no solo negaba a Galicia el derecho al autogobierno, sino que pretendían asignarle el triste papel de ejemplo para las autonomías de segundo orden. Los estrategas de aquella operación, entre ellos Pérez Llorca y Alfonso Guerra, albergaban la esperanza de que Galicia, con una derecha hegemónica y reticente con la autonomía y con un nacionalismo radicalmente enfrentado al Estatuto, sería fácilmente manejable para imponer su modelo restrictivo. La historia posterior, no por conocida, carece de interés. La izquierda formuló con claridad la defensa del autogobierno y convocó con éxito las mayores manifestaciones políticas de la historia del país -4 de Nadal de 1979-, gracias a las cuales Galicia evitó su marginación, conquistó un Estatuto similar al vasco y catalán y jugó un papel decisivo en el diseño del Estado autonómico. Por esa razón, este año puede celebrarse también el 30 aniversario de la constitución del primer Parlamento democrático de nuestra historia.

Pero al celebrar estas efemérides no podemos dejar de constatar que algunos de los logros reseñados empiezan a desquebrajarse. Es notorio que desde que Feijóo dispone de poder -primero como jefe de la oposición y ahora como presidente de la Xunta- ha impedido la reforma del Estatuto y, consecuentemente, ha reducido prácticamente a cero el papel que Galicia juega en el diseño del Estado. A todo ello hay que añadir la ofensiva antiautonomista que impulsa el PP, con la FAES de Aznar asumiendo el papel que el Tea Party juega en el partido republicano de EE UU, con el fin de conseguir dos objetivos básicos: la recentralización del poder político y el recorte del Estado de bienestar.

Si nos atenemos tanto a los precedentes como al contexto político concluiremos que el presidente de la Xunta no alberga la más mínima intención de impulsar la reforma del Estatuto. Pero si Feijóo, que parece moverse más por sus intereses personales y electores que por los generales, intuye que puede conseguir un pacto de reforma estatutaria con el PSdeG que divida y enfrente a los dos partidos de la oposición y aleje así indefinidamente cualquier alternativa al Gobierno conservador, entonces sus prioridades pueden cambiar radicalmente. Si nos atenemos al discurso pronunciado por Pachi Vázquez el 25 de Xullo en Rianxo, no se puede descartar tal posibilidad. Pronto lo sabremos.

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