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Columna
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Trajes de once varas

Rajoy le había pedido a Camps que se declarará delincuente para que él se pudiera declarar presidente, pero Camps decidió seguir siendo un presunto inocente antes que mantenerse en el cargo como un honorable delincuente. Al líder del PP le preocupaba que su paseo triunfal hacia el banquillo azul del Gobierno, coincidiera en el tiempo con el paseo poco triunfal del presidente de Valencia hacia el banquillo de los acusados. Un temor que llevó a Rajoy a tomar una decisión: más valía un culpable atado de manos que varios presuntos inocentes volando.

El líder del PP es una persona de medias tintas, por eso le ofreció dos opciones a Camps: dimitir o proclamarse delincuente. El presidente de la Generalitat optó por lo primero, pero no deja de ser importante que para Rajoy hubiera válido también lo segundo. O lo que es lo mismo, tener en sus filas a un delincuente confeso antes que a un imputado inconfesable; a un mentiroso compulsivo antes que una compulsión electoral, incluso a un condenado por cohecho impropio antes que a un propio a punto de ser condenado por unos hechos. Rajoy estaba dispuesto a aceptar un apaño: tener de compañero al primer presidente de una comunidad autónoma en España con antecedentes penales, antes de renunciar al compañero que le brindó los apoyos necesarios cuando el líder del PP penaba por sus antecedentes electorales.

En términos políticos, la decisión de Rajoy también se podría considerar como de cohecho impropio. El presidente del PP estaba dispuesto a renunciar a su discurso de regeneración política a cambio de los favores recibidos en su día por parte del presidente valenciano. Quizás, por eso le ofreció a Camps este apaño: que pagara una multa por ser culpable y que trabajara para la comunidad. Esto último estaba más que garantizado, ya que no hay mayor trabajo para la comunidad que presidirla. Y él accedió a que fuera el candidato. Lo de la sanción era una nimiedad para el afectado. ¿Había mayor garantía para cobrarla que una autoinculpación que cabía en una frase de cuatro palabras: "Yo pago mis multas?".

Camps, a pesar de sus abrumadoras mayorías, era un político conectado a un respirador artificial. Vivía gracias a que su partido le insuflaba periódicamente oxígeno político en dosis concentradas para mantenerlo en el cargo. Eran, precisamente, esos balones de oxígeno esporádicos los que le provocaban esa sonrisa forzada. Como ustedes saben, a los humanos nos pasa como a las situaciones, que la oxigenación nos vigoriza. El día que Rajoy mandó a Trillo a Valencia para desconectarle el respirador, Camps se desinfló como los globos de una fiesta de cumpleaños. Al igual que a estos, al presidente se le fue aflojando el nudo que se hace para que no se escape el aire, hasta salir disparado hacia arriba para caer luego en picado.

Meterme hoy en camisa y trajes de once varas de trabilla valenciana, tiene más chicha que comentar los hechos acontecidos en esta última semana en Andalucía. La dimisión de Camps, precedida de un intento de autoinculpación fallido, es un ejemplo paradigmático de la deriva de la política en este país, donde un candidato a la presidencia del Gobierno estaba dispuesto a mantener a un presidente de una comunidad autónoma a quien le pidió que reconociera que no pagaba sus trajes a cambio de pagar sus trapos sucios. Al final, Camps, en su tardanza en actuar, ha terminado mejor que Rajoy, en su otra tardanza en actuar. Ha elegido la dimisión, antes que la inculpación. Lo triste del asunto es que su partido estaba dispuesto a que siguiera, aún pagando la multa por un delito de cohecho impropio, que no es otra cosa que un derivado de la corrupción. Quizás Rajoy sólo ofreció este apaño envenenado para forzar su dimisión, pero no es lo que han explicado a los ciudadanos. Y este tipo de apaños siempre será una indignidad política.

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