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Columna
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Seduciendo a Ojos Vacíos

Era hacia el mediodía, un día de verano. Yo había ido a correr por el parque, como solía hacer a veces, enchufada a mi mp3, rockero y estruendoso. A medida que me acercaba al sendero del fondo, algo llamó mi atención. Un hombre y una mujer sentados en un banco.

Tendrían unos cincuenta y tantos. Ella, entrada en carnes, llevaba un vestido-bata de esos que llevan las señoras de cierta edad cuando han abandonado toda pretensión de resultar atractivas. Él era el típico barrigón con evidente pinta de putero y borrachín. Ésa es al menos la impresión que me dio. La mujer, erguida, callaba y miraba al frente. Él tenía la cabeza y todo el cuerpo inclinados hacia ella, y le hablaba suavemente cerca del oído. Se trataba, sin duda, de un ejercicio de seducción.

Cuando mi mirada se cruzó con la de ella, sentí la extraña presencia de un vacío: detrás de aquellos ojos apenas parecía haber nadie. Era como la mirada de las vacas en el prado. Aunque tenía facciones normales, si alguna inteligencia había habitado aquel cuerpo alguna vez, ahora parecía ausente. Seguí corriendo, intrigada por la impresión de que un misterio se escondía tras aquella escena. Volví a pasar y estaban en la misma posición, él inclinado, hablándole sin cesar al oído, no sé si cogiéndole la mano; ella impertérrita. Daba la impresión de que le escuchaba como quien oye llover. No parecía enfadada ni contenta, ni entretenida ni aburrida. No parecía sentir absolutamente nada.

Deseché la idea de que fueran un viejo matrimonio, que ella tuviera alguna enfermedad, y él, loco de amor o de compasión, fuera su permanente y tierna memoria. Insisto: él tenía una explícita cara de putero. Pensé en lo sencillo que sería para él llevarla a la habitación de su pensión. Me imagina los grandes ojos vacíos de ella, abiertos como sus piernas. Pero sabía que esa hipótesis no cuadraba del todo. Si era una presa tan fácil, ¿a qué venía ese prolongado ejercicio de seducción, qué le susurraba al oído sin parar?

Inesperadamente, unos días más tarde me los volví a encontrar en el mismo lugar. Él seguía con todo su cuerpo inclinado hacia ella, hablándole quedamente. De pronto, se me presentó una idea. La idea de que la interminable hilera de su monólogo debía responder a una necesidad más profunda que el sexo. Él sentía la necesidad imperiosa de narrar su vida, de contar sus deseos, de confesar sus frustraciones. Más aún, él necesitaba creer que estaba seduciendo a una mujer, que por fin había encontrado una compañera que le escuchaba y le comprendía, que no le exigía más de lo que podía dar. Ojos Vacíos le estaba haciendo feliz, a su manera. Pensé que algunos lo verían como una historia de incomunicación y soledad, pero que para el hombre podría tratarse de una historia de amor. Y es que, ¿no es siempre el amor un ejercicio narrativo? Seguí corriendo, las guitarras martilleaban en mis oídos, etcétera.

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