El arte de gritar
El fútbol es un estupendo pretexto para el alarido. La misma persona a quien su esposa le reprocha "¿por qué no dices nada?, ¿es que no me escuchas?", toma las llaves y se va a rugir a un estadio.
El gol permite perder la compostura. En ese momento resulta no solo lógico, sino deseable, que el prójimo gima de satisfacción.
Para consumar la tarea, hay que usar los pulmones, la garganta y la campanilla, pero también los pelos de la nuca. El grito solo alcanza su condición celebratoria si la mente se da unas vacaciones y permite que el cuerpo haga lo demás.
En el vocabulario futbolístico, no podía faltar una palabra que asociara dos tareas: cuidar el balón y gritar con rabioso deleite. Me refiero a hincha.
Hace años oí al gran cronista radiofónico Víctor Hugo Morales explicar que el vocablo nació en Uruguay para describir a los chicos que inflaban pelotas al borde del campo. Nada más lógico que el festejo y los balones se agranden por igual: la pasión es neumática.
En el año mundialista de 2010, el antropólogo Daniel Vidart publicó en la revista uruguaya Brecha un artículo donde precisó el tema: "A propósito de la voz hincha -equivalente al fan estadounidense y al forofo español-, esta designaba a los torcedores de Nacional. Allá por los inicios del siglo XX, el talabartero Prudencio Miguel Reyes era el encargado de inflar las pelotas de cuero número cinco del citado club. Inflar, en el lenguaje de la gente del pueblo, metafórica siempre, equivalía a hinchar. El Gordo Reyes gritaba desaforadamente desde las tribunas del Parque Central cuando jugaba el cuadro de sus amores. 'Mirá cómo grita el hincha', decían los aficionados. Entonces la palabra se escapó de la cancha y rodó como pelota por Montevideo, por el país, por América, por el mundo que soportaban los decibelios de aquel megáfono humano".
El Gordo Reyes fue el primer desaforado que trató sus pulmones como un balón número cinco.
Uruguay legó al mundo una palabra para el estruendo, pero también la capacidad de silenciar estadios, sobre todo el 16 de julio. Ese día de 1950, la selección charrúa se impuso a Brasil en la final de la Copa del Mundo, y el pasado 16 venció a Argentina en la Copa América. Cuando las gradas enmudecen, confirman que el silencio siempre juega de local.
Perfeccionistas del grito propio y la mudez ajena, los uruguayos han sido imitados sin crédito ni copyright. En 2009 asistí en Kioto al clásico regional contra el Osaka. En ese pequeño estadio comprobé que para los japoneses el entusiasmo es asunto de cortesía: las barras se turnaban el uso del alarido.
Lo más extraño es que imitaban cánticos argentinos. Habían recibido clases de célebres gritones de Buenos Aires. Lo que en Boca hubiera sido una selva sonora era ahí un disciplinado bonsái del ruido.
Hay dos tipos de aficionados: los materialistas que miran el marcador para saber si su ilusión gana o pierde aire y los románticos que no necesitan evidencias para apoyar a los suyos. Solo los segundos merecen el nombre de hinchas. El Gordo Reyes comenzó a gritar cuando Uruguay dominaba el fútbol mundial, pero siguió gritando en la derrota, comprobando que la devoción se alimenta de sí misma.
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