Orgullo y razón
Escuchado con atención a mediodía del sábado el discurso de Alfredo Pérez Rubalcaba, en su estreno como candidato del Partido Socialista a la presidencia del Gobierno, lo primero que llamaba la atención era la música callada de su partitura, su intento de devolver la autoestima a la militancia, con una moral por los suelos, a partir de la severa derrota cosechada el 22 de mayo en las elecciones locales y autonómicas. Las palabras de Rubalcaba resultaban ser una mixtura de orgullo y razón. Dibujaban un horizonte de propuestas para redistribuir mejor las cargas impuestas por la crisis y para acelerar la salida de ella. Su mayor originalidad consistía en negar al Partido Popular, en la única mención que le dirigía, la consideración de enemigo y rebajar su calificación a la categoría de adversario. ¿Cabría pensar que, en adelante, la contraparte del PSOE estuviera a la recíproca y que, en consecuencia, el intercambio actual de insultos descalificadores, dirigidos a la aniquilación del competidor, pasara a ser de argumentos? Si así fuera, los ciudadanos de a pie estaríamos de enhorabuena, ahora que de todas maneras empieza la cuenta atrás para la campaña electoral ya se fije en noviembre o en marzo.
Rubalcaba intenta, en su estreno como candidato, devolver a la militancia la autoestima perdida el 22-M
Se impone coincidir con Jacques Maritain cuando señalaba que el hombre se distingue por la calidad de sus vínculos y sabemos por observación propia de la importancia capital que tiene la elección de los enemigos. Los enumerados por Rubalcaba en su discurso "como enemigos de ayer, hoy y mañana" eran el miedo, la desigualdad, el desamparo, la inseguridad y la injusticia. Vayamos primero al miedo, un veneno de acción rápida que los Gobiernos y otros poderes insuflan en los ciudadanos conforme a dosis adecuadas para obtener del público docilidad y sumisión. El poder, los poderes, amplían con el miedo su margen de acción y nos manipulan mejor. Lo estamos experimentando cuando aceptamos toda clase de vejaciones en los controles de los aeropuertos como un exorcismo frente al miedo a los atentados terroristas aunque los suicidas que llevaron a cabo la masacre de las Torres Gemelas en Nueva York o la de los trenes de Atocha habrían sido indetectables porque para nada necesitaban introducir explosivos por las fronteras. Porque habitaban mucho antes entre nosotros, se entrenaban en las escuelas aeronáuticas americanas y obtenían la dinamita facilitada desde las minas asturianas. Pero el miedo hace que aceptemos estar permanentemente escuchados, que nuestros correos electrónicos sean escrutados por no se sabe cuántos servicios y que estemos permanentemente grabados en las calles, en los hospitales, en las estaciones, en los aparcamientos, en los ascensores, en todas partes como si viviéramos en el panóptico ideado por Jeremy Bentham.
El desamparo y la inseguridad son generadores del miedo. Sentirse amparados y seguros es la base para decidirse a poner en práctica las libertades y ejercitar los derechos que proclaman la Constitución y las leyes. El público quiere garantías de amparo y seguridad y los poderes entienden que el camino más corto para ofrecerlas es el de mermar las libertades. El gran triunfo de los terroristas sería que en el combate emprendido por las democracias para enfrentar esta lacra perdiéramos las garantías de las libertades y quedaran sentadas las bases de una sociedad amedrentada. En cuanto a la desigualdad y la injusticia aceptemos que se interaccionan, que cada una es causa y efecto de la otra. Enseguida los anclados en el fundamentalismo liberal argumentan que anteponer la justicia tendría efectos paralizadores, como describe Todorov en La experiencia totalitaria. Pero si perdemos de vista la cohesión social, si elimináramos la protección social a los más desfavorecidos nos deslizaríamos hacia una sociedad abismal que terminaría con los poderosos en la incomodidad de vivir en guetos amurallados. Que la ventaja europea de los servicios públicos de sanidad y educación y del sistema de pensiones esté pasando a ser considerada un lastre para la competitividad marca una senda por la cual nuestro fracaso en difundir y contagiar las libertades y derechos acabará por hacernos importar precariedades y esclavitudes para operar en igualdad de condiciones.
El candidato Rubalcaba ya se había dirigido en mayo al Comité Federal del PSOE para decir que algunos de los derrotados lo habían sido a pesar de una gestión impecable por ser socialistas. Puede ser, pero la magnitud de la derrota reclama un examen en profundidad capaz de detectar errores y también abusos cuando se hayan producido. A partir de ahí, ninguna condescendencia es aceptable.
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