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LA COLUMNA
Columna
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La democracia, en peligro

Josep Ramoneda

En la presentación del informe sobre la democracia de la Fundación Alternativas, su directora, Belén Barreiro, sintetizó las fortalezas y las debilidades de la democracia española. Las cuatro buenas noticias serían la calidad de los procedimientos democráticos, con elecciones libres y limpias, y procesos legislativos homologados; la buena convivencia entre grupos sociales, a pesar de los intentos de algunos de excitar las bajas pasiones xenófobas; la estabilidad de los Gobiernos, y un buen nivel de protección social en materia de sanidad. Las cuatro malas noticias serían la pérdida de poder ciudadano frente a los poderes no representativos; la corrupción, que coloca a España por encima de Italia y Grecia, pero lejos de Dinamarca y Suecia, los dos países mejor valorados en Europa; el distanciamiento entre los partidos políticos y la ciudadanía, y la falta de cooperación entre los actores públicos.

El mismo día en que se presentó este anuario, el cartel de las agencias de riesgo se lanzaba contra Portugal, provocando la irritación de las autoridades europeas e incitando una nueva vorágine especulativa. Un ejemplo más de algo que la crisis ha puesto en evidencia: las democracias están amenazadas por la impotencia del poder político ante el poder financiero y sus satélites. Los mercados funcionan cuando están bien regulados. Esta crisis nos ha dado una evidencia empírica más de la incapacidad de los mercados de regularse eficientemente por sí solos. Pero la política no consigue poner límites a los mercados financieros. Y ya dijo en su día Karl Polanyi que cuando el poder económico se impone al poder político, el fascismo acaba llamando a la puerta.

Esta situación de sumisión del poder político a las exigencias de los mercados está dañando enormemente la democracia. Cuando los políticos elegidos democráticamente se desdicen de sus propuestas para plegarse a las exigencias de los mercados, la democracia queda herida en el punto más sensible: la legitimidad. La gente deja de confiar en sus representantes en la medida en que ven que no se deben a ellos, sino al dinero. Todos sabemos de la tensión entre la democracia (fundada sobre el principio de igualdad política) y el capitalismo (donde el que gana se lo lleva todo). La democracia es viable mientras esta tensión es real, mientras los Gobiernos son capaces de roturar el espacio de lo posible frente a las pretensiones nihilistas del poder financiero. Cuando los Gobiernos son impotentes -y ahora lo son-, la democracia corre el riesgo de convertirse en un simple decorado. No sé si habría sido bueno para la economía del país que, en mayo de 2010, Zapatero hubiese dimitido en vez de asumir el cambio de política que se le impuso desde fuera, pero, sin duda, habría sido bueno para la democracia española.

De esta sumisión de la política al dinero se derivan todos los demás déficits de la democracia. La distancia creciente entre la ciudadanía y un aparato político, mediático y económico, con comportamientos de casta, que asume y legitima la idea de que no hay alternativa, de que la tríada recortes, competitividad y reformas liberalizadoras es el único horizonte posible. La corrupción, en un sistema en que las relaciones entre poder político y dinero son muy opacas, en la medida en que la política se ha convertido en figura ancilar del poder económico. Y la generalización entre las élites españolas de una idea de la democracia que reduce la participación ciudadana al voto cada cuatro años. Si es verdad que el hombre es un animal político, con este secuestro de la democracia por las élites se amputa a los ciudadanos una parte fundamental de su condición.

La reacción de la política frente al Movimiento del 15-M ha sido reveladora. Por un lado, el rechazo, como si se tratara de proteger el espacio de la representación política de los intrusos; por otro lado, la inseguridad, que les ha movido a tratar de recuperar algunos de los temas propuestos por los indignados. La impotencia de la política, la prepotencia del poder financiero y la confusión de los medios de comunicación, metidos en una profunda crisis de modelo, marcan la crisis de la democracia. Sin embargo, no está todo perdido: de Gürtel a la SGAE, los jueces tienen a veces el atrevimiento de romper complicidades peligrosas. Y siempre podemos recordar que Mario Conde y Silvio Berlusconi empezaron a medrar en la escena política en el mismo momento. Sus diferentes destinos no dejan de ser un consuelo para la democracia española.

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