Cuántos cumpleaños en un día
Rui Costa gana la primera etapa de montaña y el Tour se olvida de las caídas y vuelve a su ser
El 9 de julio, el día justamente en el que el Galibier cumplía 100 años, Federico, 83, y uno la pelea a puñetazos en la canícula de Gueugnon entre Carlos Barredo y Rui Costa, el Tour 2011 se olvidó, al fin, de su obsesión por devenir una nueva modalidad de deporte extremo, de los que atraen morbosamente por el riesgo vital que corren sus practicantes, para volver a ser lo que siempre ha sido, una competición dura y hermosa. Como la vida de algunos. La del ganador del día, Rui Costa, quizás.
Para magnificar al Galibier, aquella montaña que en 1911 solo tres fueron capaces de conquistar en bicicleta -"esto quita el hipo, ¿eh?", dijo, augusto, Émile Georget, el primer conquistador el día que la carrera empezaba a colorear su vertiente épica-, y para fastidiar a Bahamontes, que prefirió echarse la siesta en el sofá durante la etapa, pues ya está harto del ciclismo de hora, de los puertecitos en los que ganan los sprinters, de los pinchazos que se solucionan con el ciclista haciendo tras coche -"yo ya gané el Galibier en 1954", dice el toledano, "y entonces, cuando uno pinchaba tenía que organizar a todo el equipo y eran momentos de gran batalla, de ataques en los que se podía decidir la carrera"-, el Tour organizó ayer una etapa de media montaña, de puertos pequeños en los que los sprinters como Hushovd y Gilbert pueden destrozar a los escaladores moviendo con tremendos vatios el plato grande en los desniveles.
La victoria del portugués fue una representación del cambio generacional
Al menos -oh, poética de la sonoridad, que tanto adornas- las carreteras en las que sudaron los corredores discurrían por el departamento del Puy de Dôme, con todas sus resonancias volcánicas. Junto a ellas pastaban impávidas vacas ridículas de tricolor que se miraban y ni se reconocían ni se desconocían, pues a eso, a pintar las terneras, se dedican los ganaderos para honrar al padre Tour, que los agricultores organizan concursos para ver quién construye las bicis más enormes con alpacas de paja del trigo recién cosechado. Al menos, y no es moco de pavo tampoco, ni mucho menos, permitieron que disfrutaran la mayoría de los corredores a pesar de la lluvia fina, pues es el terreno que les gusta, que no hubiera caídas tampoco y que se redimiera ante el Tour un joven ciclista portugués llamado Rui Costa, quien, pese a su nombre de futbolista indolente, conjuga en su cuerpo de acero la dureza, aunque no la resistencia legendaria, de Joaquim Agostinho y el oportunismo de Acacio da Silva.
Gracias a un recorrido como el que ayer conducía al tobogán de Super Besse, que propició que la primera escapada matinal terminara con éxito, un año después de liderar la sección de noticias chorras del Tour, Rui Costa, de 24 años, tercer Tour, pura ambición de ser algo grande, pudo darse el placer de encabezar la noticia de día, y seria. Y también el lujo, más íntimo, de comprobar cómo hasta Vinokúrov, el maestro más reputado del terreno, el dios de unos cuantos, reventó en el intento de cazarlo.
Fue, en cierto sentido, una representación gráfica del cambio generacional, de cómo, muchas veces, el último Tour es una carrera de más. Vinokúrov, de 37 años, lo tenía todo preparado, casi ensayado, para su espectáculo. A comienzos del puerto de segunda, a 30 kilómetros de la meta, el kazajo mandó para adelante, de cabeza de puente, a Tiralongo, aquel equipier italiano al que Contador hizo ganar una etapa del Giro. También por entonces, cuando se daba por muerta la fuga, que estaba a un par de minutos y se veía acosada por la ansiedad de Evans por vestirse de amarillo, se movió Flecha, huérfano de líder y en busca de sí mismo. A dos kilómetros de la cima, el ataque telegrafiado de Vinokúrov, quien se juntó con Tiralongo y Flecha, generoso en su entrega, en el descenso y los repechos previos al final. Por entonces, después de golpes y contragolpes a contrapié varios, Costa ya iba solo. Por detrás, agotada su compañía, Vinokúrov, como un lobo entre las motos, agazapado con el cuchillo entre los dientes, se acercaba. El Vinokúrov de otros tiempos, el del año pasado o el de antes de sus años oscuros, habría despedazado al cordero portugués. El de ayer, la misma alma, no las mismas uñas, sucumbió y fue cazado por el grupo grande en el que Andy, pese a las dudas, resistió y en el que no estaba el dolorido Gesink.
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