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Columna
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Debate disfuncional

La edición de 2011 del "debate de política general en torno al estado de la nación", figura parlamentaria creada en 1983 cuando el PSOE disponía de una abrumadora mayoría de 202 diputados, no deparó sorpresas. El Reglamento de la Cámara concede al presidente del Gobierno la facultad de intervenir en cualquier momento sin límite horario y de cerrar los turnos de dúplica y réplica con unos interlocutores que tienen tasado su tiempo. El debate carece de consecuencias operativas aunque la presentación de resoluciones -esta vez fueron 90- intente disimularlo.

La denominación del pleno tal vez trate de emparentarlo eufónicamente con la sesión del Congreso de Estados Unidos para escuchar el mensaje del presidente sobre el estado de la Unión: este paralelismo entre el presidencialismo americano y el parlamentarismo español carece de sentido. En cualquier caso, la igualación representativa en la Cámara Baja de los dos principales partidos ha convertido el debate en un dúo entre el jefe del Ejecutivo y el líder de la oposición, acompañado polifónicamente por el coro de portavoces de los restantes grupos parlamentarios. La algarabía de los oradores (12 en total esta vez), que sacan libremente del bombo los temas en función de sus preferencias ideológicas, territoriales o clientelares, crea un ruido y una confusión excesivos.

El debate sobre el estado de la nación resta espacio a la cuestión de confianza y a la moción de censura

Este disfuncional debate ha contribuido al empobrecimiento de nuestra vida parlamentaria al ocupar parcialmente el terreno de los plenos monográficos y de los mecanismos previstos por la Constitución para que el Congreso confirme o destituya al presidente del Gobierno: la cuestión de confianza, planteada a la Cámara por el jefe del Ejecutivo y necesitada solo de mayoría simple para ganar, y la moción de censura, presentada por la décima parte de diputados con inclusión de un candidato alternativo y exigencia de mayoría absoluta. Si bien la primera iniciativa tiene como único propósito el éxito, ya que en otro caso el presidente debe dimitir, la segunda, aun derrotada, cubre la meta alternativa de dar a conocer el programa del candidato.

Desde la primera legislatura hasta ahora, ambos instrumentos han sido utilizados solo en dos ocasiones cada uno: el temor a perder la cuestión de confianza y el miedo a que el candidato de la moción de censura haga el ridículo explican esa parsimonia. Adolfo Suárez ganó una cuestión de confianza en septiembre de 1979; lo mismo hizo Felipe González tras las elecciones de 1989. Felipe González, candidato del PSOE en la moción de censura de mayo de 1979 contra Suárez, fue derrotado aritméticamente en el Congreso pero obtuvo una victoria política y moral que preparó el terreno para el triunfo socialista de 1982. Tanto Aznar como Rajoy han padecido, en cambio, el síndrome Hernández Mancha, el heredero de Fraga que naufragó patéticamente en la moción de censura presentada contra Felipe González en febrero de 1987. -

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