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De agitador a árbitro de la política holandesa

Isabel Ferrer

Cuanto más se exhibe, más difícil resulta de clasificar Geert Wilders, líder de la derecha populista y antimusulmana holandesa. De 47 años, su cabello oxigenado, sus corbatas chillonas y sus numerosos guardaespaldas le hacen fácilmente reconocible. En un país donde el primer ministro pasea sin escolta, Wilders es casi una aparición.

Pero su mejor baza es la palabra. Dotado de gran soltura verbal, ha introducido el lenguaje de la calle en el Parlamento. Como sucede con sus colegas de otras latitudes, los políticos holandeses hacen filigranas lingüísticas al expresarse en público. Wilders es otra cosa. Ninguno consigue acercarse a su llaneza. "No pretendo ofender a nadie con mis ideas, aunque supongo que habrá quien se sienta molesto. Qué demonios. Es su problema, no el mío", dijo en 2008, al comprobar el eco internacional de su película Fitna.

El corto, que calificó de "paseo por el islam, una religión violenta y amenazadora", soliviantó al Gobierno holandés y erizó a las grandes empresas del país. El rechazo oficial fue de tal magnitud que ninguna cadena de televisión quiso emitir la cinta, de 17 minutos. Al final la colgó en Internet. Temeroso de perder jugosos contratos en el exterior, y también de sufrir atentados a domicilio, el arco político nacional le criticó a coro.

Pero Wilders no cedió y ganó una legión de adeptos. Nada menos que 1,5 millones de votantes en las pasadas elecciones generales de 2010. El resultado le convirtió en la tercera fuerza nacional al pasar de nueve a 24 escaños en un Parlamento de 150. También culminó, de forma vertiginosa, su personal carrera de fondo emprendida en 2004. Ese año abandonó el Partido Liberal, luego se hizo diputado independiente, y en 2006 acabó fundando su actual Partido de la Libertad. En menos de una década se ha convertido en el árbitro de la política nacional. Sin su apoyo parlamentario, caería la actual coalición de liberales y democristianos en el poder.

A estas alturas, nadie duda de la fortaleza de carácter de Wilders, hijo de un ejecutivo de una firma holandesa. Experto en seguros, sus viajes a Israel le han marcado profundamente. Dicha simpatía le diferencia de otros líderes xenófobos europeos, más propensos al antisemitismo. Casado con una antigua diplomática húngara, el político abandonó en su juventud la fe católica. Hoy se declara "ajeno a cualquier religión", pero sus convicciones han conseguido dividir el país. "No odio a los musulmanes. Odio el islam", repite, como si fuera un eslogan. La frase irrita a la comunidad inmigrante nacional y complace a la clase media autóctona. Lo curioso es que también ha conseguido adeptos entre antiguos izquierdistas radicales. Sobre todo los desencantados que critican, como él, la lejanía de los líderes respecto al ciudadano. Ayer Wilders estaba exultante y cansado. Aunque no tanto como para guardarse otra perla léxica redonda. "No temamos a las palabras", dijo.

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