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Columna
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¿Dónde diablos está el frente?

Parece que los acampados dejan sus asentamientos en las plazas céntricas sin abandonar del todo su indignación. Ahora les falta, en mi humilde opinión, organizarse calladamente en lugar de dar pretexto a broncas indeseadas y servir de material de desecho a lo que tratan de combatir con una ingenuidad entendible pero no siempre compartible. Organizarse pero de verdad, no recurriendo a la Red para concentrarse en una mani, y de ser posible con un listado progresivo de objetivos claros. Por otro lado, da la impresión de que buena parte de los acampados no lo son a tiempo completo, así que quien más quien menos interrumpe su presencia para cumplir con otras obligaciones, tales como presentarse a los exámenes de fin de curso, a los de selectividad, etcétera, por donde puede verse que a fin de cuentas tampoco desconfiaban tanto de su futuro o bien no eran enemigos de cumplir con sus obligaciones académicas, lo que está muy de recibo pero abre ciertos interrogantes sobre una disposición revolucionaria a tiempo parcial, a tono presumiblemente con la situación laboral que les espera, como una incertidumbre de mucho fundamento sobre el futuro que las acampadas podrían discernir o acelerar sin demasiado fundamento. No solo ha ocurrido que los políticos o banqueros de postín, de los que depende casi todo, se han mostrado un tanto tibios, cuando no haciendo alarde de una impostada indiferencia, ante esta clase de protestas indefinidas y por lo general pacíficas, sino que resulta inimaginable que alguno de los combatientes que tomaron parte en el asalto al Palacio de Invierno desistieran del empeño con el pretexto de que debían cumplir previamente con sus tareas más o menos universitarias.

Toda esta paliza tiene que ver con algo de más envergadura, que consiste en la dificultad, para acampados y no acampados, de saber de una vez por todas dónde está el frente. Lo hay, pero muy disperso. De modo que conviene hacerse a la idea de que ya no se trata de derrocar, abolir o extinguir al Estado, algo que en rigor ya no existe en su versión nacional, sino de buscar sus puntos flacos para ir debilitándolo en nombre de una estructura de poder alternativo que por ahora ni se sabe qué clase de cosa puede ser. Es normal que así sea, pero es preciso que deje de ser así para la sufrida vida de millones de ciudadanos que padecen una situación de apariencia incontrolable. Evitar dos, o cuatro, o seis desahucios por la solidaridad ciudadana contraria a la muy comprensible voracidad de la banca puede ser ejemplar, pero insuficiente, porque los casos particulares, por dolorosos que sean, se enmarcan en una muy justa actuación de protesta que por ahora es incapaz de frenar la abrumadora mayoría de casos en los que el abuso de las hipotecas se perpetúa.

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