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Columna
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Las protestas del 19-J

Los partidos mayoritarios han asumido que no hay margen para un proyecto distinto al de los mercados

El pasado domingo, decenas de miles de personas de todas las edades y de las más diversas procedencias sociales ocuparon las calles de las principales ciudades gallegas -y españolas- convocadas por el Movimiento 15-M contra los recortes sociales contemplados en el Pacto del Euro y por la regeneración de nuestra democracia. Yo participé en la manifestación que recorrió las calles de A Coruña y puedo dar testimonio directo de que en esa movilización -como supongo que en las del resto del país- participó una amplia y muy activa representación de la ciudadanía democrática que, pese a su diversidad social y generacional, comparte valores sociales y democráticos avanzados. Personalmente pude reconocer en la marcha a centenares de personas cuya trayectoria democrática no puede ser puesta en entredicho bajo ningún concepto y cuyo compromiso cívico es incontrovertible. Así pues, como decía el viejo Engels en el Anti-Dühring, la realidad que se tira por la puerta vuelve a entrar por la ventana. Por eso, a despecho de los múltiples intentos destinados a desprestigiar y aislar al Movimiento 15-M, éste se extiende y se afirma en todo el país.

Conscientes de la situación, las fuerzas del establishment han empezado a sustituir las descalificaciones más groseras contra el 15-M -todavía vigentes en los sectores más ultras- por argumentos que consideran más eficaces contra la protesta social. El primero de ellos consiste en discutir su representatividad invocando el resultado electoral producido hace unas semanas. Produce rubor, transcurridos 35 años de vida democrática, tener que recordar que las elecciones determinan quien gobierna, pero su resultado, por muy amplio que sea el respaldo electoral del ganador, no desposee a los ciudadanos de sus derechos para cuestionar las acciones del poder político o para pronunciarse sobre la marcha general del país.

El segundo argumento -más bien anatema- consiste en calificar al Movimiento de los Indignados de antipolítico. Pero tal acusación carece de fundamento, porque es evidente que un movimiento que se pronuncia sobre cuestiones públicas de vital importancia (política económica, recortes sociales o calidad de la democracia) es por definición político, y quienes lo componen realizan una acción genuinamente política. Cosa muy distinta es que ese movimiento rechace -cosa que desde luego hace- la concreta situación política que atraviesa nuestro país y aun Europa.

¿Cómo extrañarse de que miles de personas rechacen públicamente que el coste de la crisis recaiga sobre los más desfavorecidos que no la han creado, y denuncien que los sectores especulativos que la han generado salgan indemnes y aspiren además a evitar todo tipo de regulación y control? Tampoco debe sorprender que este movimiento cívico cuestione a las grandes fuerzas políticas. Me apresuro a decir, para evitar cualquier equívoco, que naturalmente no existe alternativa democrática al sistema de partidos. Pero éstos deben comprender que suscitan un amplio rechazo porque han asumido acríticamente que el poder económico globalizado escape al control de los gobiernos; porque han interiorizado que la economía se ha emancipado de la política; porque aceptan, en fin, que el papel de los poderes públicos se reduzca a proporcionar algunos servicios a los ciudadanos -cada vez menos- mientras las ideas privatizadoras ganan terreno a ojos vista. A los partidos políticos les debería preocupar, no sorprender, el peligroso deterioro de la política, porque ésta se limita a correr impotente tras un poder nómada globalizado que se siente liberado de cualquier compromiso y al que la democracia y los intereses ciudadanos importan bien poco.

Finalmente, ¿por qué nos echamos las manos a la cabeza cuando miles de ciudadanos ponen en evidencia el grave deterioro de la democracia? No me refiero solamente a la corrupción que salpica nuestra vida pública, a las listas electores trufadas de imputados, a la financiación ilegal de los partidos o a su frecuente incoherencia, sino, y sobre todo, al discurso que destila la mayoría de ellos, según el cual no existe margen para un proyecto distinto al que imponen los mercados. Pero si no hay espacio para alternativas diversas, si no existe margen de decisión, ¿no estamos teorizando el fin de la democracia, cuya esencia radica, precisamente, en la capacidad de elegir y decidir, en un acto de soberanía, entre opciones diferentes, dentro del respeto a las reglas del juego previamente pactadas?.Reflexionemos seriamente sobre todo esto y quizá entenderemos las razones profundas que han dado vida al Movimiento 15-M

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