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Tribuna:Laboratorio de ideas
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La necesidad de hacer preguntas difíciles

Antón Costas

Entre las muchas enseñanzas que recibí de mi maestro en la Universidad de Barcelona, el profesor Fabián Estapé, dos me vienen a la memoria a la hora de escribir este artículo.

La primera es la conveniencia de no plantear más preguntas que respuestas. Pero nos animaba a hacer preguntas difíciles; a pensar lo impensable.

La segunda es que algunos buenos economistas no acaban de serlo por su falta de conocimiento de la historia. Recogía esta observación del gran economista austro-estadounidense Joseph A. Schumpeter, que consideraba que un buen economista necesita dominar tres materias: teoría económica, estadística e historia; y que, normalmente, buenos teóricos y estadísticos no acaban de ser buenos economistas por su cojera en historia.

Los ciudadanos se ven ahora obligados a cargar sobre sus espaldas las alegrías de los banqueros

He vuelto a recordar esas enseñanzas viendo las propuestas y recomendaciones que se están haciendo para buscar una salida al desorden económico europeo y, en particular, al problema de la crisis de la deuda soberana del área del euro.

Déjenme que plantee algunas preguntas difíciles sobre esta cuestión. Y que ensaye algún barrunto de respuesta.

Primera: ¿por qué hay tanto miedo a reestructurar la deuda griega, admitiendo una quita o pérdida por parte del sector privado como propone Alemania, si representa solo el 3% de la deuda total soberana del área del euro?

Muchos economistas, especialmente no europeos, y expertos de organismos internacionales recomiendan la reestructuración, y dan ejemplos de países en los que funcionó bien (Argentina, México, Uruguay, países asiáticos). No excluyen tampoco la posible salida temporal del euro por parte de algún país para, una vez saneadas sus finanzas y reestructurada su economía, volver a entrar.

Me temo que esas opiniones no entienden bien la naturaleza del proyecto europeo. Ven el euro como un área de tipos de cambios fijos y no como una moneda única. Pero el euro no es un club en el que se pueda entrar o salir a conveniencia, sino la moneda de una unión económica y monetaria cuyo único destino posible es convertirse, tarde o temprano, en una unión política.

De ahí que, al margen de cuál sea el tamaño de la deuda, una reestructuración desordenada de la deuda griega contaminará a otros países y convertiría la crisis de la deuda en una crisis del euro, con riesgo de salida. Pero ese sería el final del proyecto europeo.

Segunda: ¿por qué son tan frágiles los países periféricos, siendo que en algunos casos el monto de la deuda pública es relativamente pequeño en comparación con la de otros países centrales que, sin embargo, no se ven sometidos a la presión de los mercados?

En lo que se fijan los inversores no es solo en el monto de la deuda pública, sino en el total de la deuda exterior neta, incluyendo la privada, en particular la de la banca. Si hacemos esto, la perspectiva cambia. Así, España, aunque tiene una de las deudas públicas más bajas, tiene, sin embargo, una deuda exterior neta muy elevada, debido sobre todo a la enorme cantidad de la deuda exterior de la banca española emitida durante la fase de borrachera crediticia.

Esto lo deberían tener en cuenta los banqueros españoles que, como ha ocurrido esta semana con el presidente del BBVA, Francisco González, exigen imperativamente al Gobierno medidas drásticas de austeridad para ganar la confianza de los mercados y que la banca pueda renovar los vencimientos de su enorme deuda. Pero los que tienen razones para estar indignados son los ciudadanos, que se ven ahora obligados a cargar sobre sus espaldas las alegrías de los banqueros.

Tercera: ¿se puede imponer a los países -es decir, al conjunto de los ciudadanos- condiciones incumplibles que, por otro lado, les abocan a la austeridad, al estancamiento, al desempleo masivo y a la miseria, y no prever que esa imposición tendrá consecuencias políticas graves?

En Las consecuencias económicas de la paz, John Maynard Keynes nos enseñó las consecuencias dramáticas que tuvo para Europa que en el Tratado de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial, los vencedores -Francia, Reino Unido y Estados Unidos- impusieran a Alemania la devolución total de los gastos de la guerra provocada por las élites alemanas. La imposibilidad de hacerlo y la humillación que esa imposición provocó en la población alemana fueron el caldo del nacionalismo que tan funestas y dramáticas consecuencias tuvo para Europa en las décadas siguientes.

Ese opúsculo de Keynes debería ser ahora de lectura obligatoria para economistas y políticos, con examen incluido. Y lo mismo cabe decir de la obra El mundo de ayer. Memorias de un europeo, del novelista y ensayista austriaco de la primera mitad del siglo pasado Stefan Zweig, que muestra la ceguera de las alegres y confiadas élites europeas para entrever las consecuencias de ciertas políticas. Quizá así se evitaría el cometer ahora errores similares.

Se me ocurren otras preguntas difíciles: ¿están en su buen juicio aquellos que recomiendan sustituir el Gobierno elegido por los ciudadanos griegos por una comisión de expertos extranjeros que se encargue de llevar a cabo el plan de privatizaciones para asegurar la devolución de los préstamos? ¿Es la disciplina externa de los mercados el camino más eficaz para hacer las reformas, como dicen algunos economistas, o las reformas solo son eficaces y duraderas cuando son comprendidas y apoyadas desde el interior por los ciudadanos, como enseña nuestra propia historia? ¿Deben los Gobiernos afanarse en ganar la confianza de los mercados o, de forma prioritaria, ganar la confianza de los ciudadanos? ¿Es sostenible el euro sin crear un Tesoro común europeo?

Pero, llegados a este punto, es mejor seguir la recomendación del profesor Estapé. Tiempo habrá para volver con calma a cada una de estas preguntas.

Antón Costas Comesaña es profesor de la Universidad de Barcelona.

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