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Columna
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Un verano de libro

El verano está hecho para leer. No es solo por tener más tiempo libre, es que el calor encierra alguna propiedad o cualidad que hace que apetezca meterse en las historias que nos llegan del papel (o de lo que sea), de la letra impresa, del libro sobre la toalla o sobre la arena, y por eso el propio verano, con el calor y las olas azules o los destellos de un río y el sol cegador se ha colado en las mismas páginas que leemos. Desde el agobio y aturdimiento que sufre Meursault, en El extranjero, de A. Camus, pasando por las delicias de La playa, de Cesare Pavese, por El jardín de los Finzi Contini, de G. Bassani, por las casas alquiladas junto al mar de J. Cheever, por Insolación, de nuestra E. Pardo Bazán, o El Jarama y Tormenta de verano, de los maestros R. Sánchez Ferlosio y J. García Hortelano, hasta Buenos días, tristeza, Luz de agosto... En verano el calor intenso y el bombardeo de reflejos y brillos rompen la frontera entre lo real de la vida y lo irreal de lo que estamos leyendo. Leemos medio desnudos, con los ojos entrecerrados, tumbados boca arriba, hacia el cielo, o boca abajo, hacia las profundidades de la tierra, como si el libro fuera el intermediario entre uno y los misterios que nos quedan por descubrir. En verano no tenemos ganas de ir a contracorriente, ni de luchar contra la magia de todo esto. En verano el mundo se acerca y se aleja como empujado por un dedo y nos dejamos llevar, y entonces nuestra mente se tranquiliza y es capaz de grandes fantasías.

En verano el mundo se acerca y se aleja como empujado por un dedo y nos dejamos llevar

Cuántas páginas maravillosas han nacido de las sensaciones de unos meses que forman parte de la educación sentimental y de la iniciación a la vida de la gente de este país. En las largas vacaciones de la infancia y la adolescencia se descubría el primer amor, se leía el primer libro, se escribía el primer poema, el primer cuento. Las interminables siestas eran pieza fundamental en el desarrollo de un buen verano. Las grandes ideas surgían de ese letargo en que todo estaba por hacer. Y por supuesto en los viajes donde un libro metido en la mochila te acompañaba hasta que llegabas a estaciones, trenes, autobuses donde podías por fin sentarte y abrirlo.

Viajar es siempre comparar. Todas las ciudades se parecen un poco y todas son diferentes, como las personas. No hay nada completamente extraño ni completamente igual, ni siquiera las franquicias de ropa, que se reparten por el planeta como monumentos de un imperio invisible, son copias literales unas de otras. Por ejemplo, Roma, una ciudad de la que acabo de llegar, que en términos de distancias actuales está aquí al lado, para mí continúa unida a aquellos 18 años de mi juventud, cuando Madrid me parecía más feo de lo que era porque Roma me parecía más bella de lo que seguramente era. Me desplacé allí unos cuantos veranos (cuestiones sentimentales), invitada por una familia que vivía en Via Sistina, y una de las cosas que más me gustaba del mundo era callejear por la mañana temprano y sentarme a escribir un rato en la terraza de algún café. Ahora todo ha cambiado y Madrid me gusta tanto como Roma. Las dos ciudades están llenas de vitalidad y de sol, y me encuentro a muchos romanos a los que les atrae tanto mi ciudad como a mí la suya. Pero esta semana además se cerró un círculo en mi vida, y los mármoles, las fachadas ocres y el verdor de los pinos que embellecen tanto Roma estaban especialmente radiantes. Y además la he sentido muy mía porque tiene que ver con aquella chica que se sentaba en un café a escribir y que tantos años después, tras llevar más de 20 años publicando libros, ha sido invitada al festival literario de Massenzio (donde tener que hablar entre ruinas romanas bajo la luna impone un poco, la verdad) y ha visto su última novela en el escaparate de todas las librerías y en los primeros puestos de los más vendidos. La vida es increíble, va y viene como las olas, nada es definitivo mientras se vive, nada está cerrado con candado, y los que se empeñan en que nada cambie se equivocan de plano. Por eso, ese libro que leímos un verano podremos leerlo de nuevo este que empieza y descubrir que él, con el paso del tiempo, también ha cambiado.

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