Investidura muy blindada
Del debate de investidura del presidente Francisco Camps celebrado en las Cortes esta semana se recordarán quizá algunos trances, pero ninguno como el despliegue policial que blindó el desarrollo de las sesiones. Cierto es que toda prevención es poca cuando peligra el orden público y que las autoridades gubernativas temiesen una asonada, lo que explica esa movilización de efectivos que por momentos nos evocó una maniobra de la panzer divisionen. Una reacción desproporcionada sin parangón con la moderada y aun escasa concurrencia de los jóvenes "indignados", que apenas sumaron unos cientos y se aplicaron a sus cánticos, consignas y jovial agitación de las manos en alto. Claro que en estos casos siempre se corre el riesgo de que los infiltrados -oficiales o incontrolados- solivianten al personal y provoquen aviesamente el alboroto. No los hubo o no los vimos. Únicamente podemos constatar la presencia de algunos uniformados notables por su celo en el manejo de la porra. No se les dio oportunidad.
Eso acontecía en la calle mientras que en el hemiciclo se observaba el guión acostumbrado. En esta ocasión, el investido puso el énfasis en la austeridad, lo que, siendo una opción sensata, carece de mérito, pues viene impuesta por la crisis, acentuada en esta Comunidad por los despilfarros de sus últimos gobiernos. No es pues que el manirroto se enmiende, sino que está en la ruina. La primera víctima, como es de cajón, serán los servicios públicos. Con una economía caquéctica y una tasa de desempleo que abochorna, están llamados a ser las primeras víctimas y, de paso, constituir nuevas oportunidades de negocio para el capital privado. Una amarga obviedad que el molt honorable trata de endulzar mediante la promesa de salvaguardar la "sociedad del bienestar". ¿Al bienestar de quién?
Más factible sería que el próximo Consell se aplicase a la regeneración de las instituciones, empezando por la mismas Cortes, convertidas en templo de la opacidad y desdén para con la oposición. Para eso, claro, se necesitan hábitos democráticos y el PP gobernante no los ha evidenciado a lo largo de las dos últimas legislaturas. Y no es esto una afirmación arbitraria, sino el corolario de una serie de fallos del Tribunal Constitucional que le han condenado a ser transparente y responder a las preguntas que se le formulan sobre asuntos de interés general. Pero el molt honorable, tan renuente a la autocrítica, no ha abordado este extremo en su discurso de investidura. Mucho menos cabía esperar que le dedicase unas palabras necesariamente mortificantes a la ladronera en que se ha convertido el partido que lidera, agusanado por implicados, imputados y procesados a la luz de la ley penal. Como él mismo. ¿O de tal desmadre también hay que echarle la culpa a Rodríguez Zapatero?
Pero no le amarguemos más la semana cuando acaba de revalidar el cargo y tiene por delante un sombrío panorama. Por lo pronto, ha de poner en marcha un Consell que se anuncia recortado de algunos departamentos y viene obligado a administrar miserias presupuestarias. Se enfrenta, además, a una oposición embravecida por las flaquezas que delata el Gobierno y el descontento o indignación que emerge. Por último, decimos del presidente, ha de rendir cuentas ante un tribunal que, sea cual fuere su fallo, no puede rescatarlo de ser un referente a menudo cómico de la corrupción a lo largo y ancho del Estado. Contra esta fatalidad no hay blindaje que valga.
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