Marejada
Al caer chirriante el cierre metálico de la taberna, nadie podía imaginar que caía para siempre. No era un cierre por vacaciones, sino el paso al pasado de una suma de instantes que no volverían a coincidir con el presente. Que lo vivido pase al pasado es algo que nos pasa a cada paso y siempre de repente. Sabido es. Pero no deja de resultar inquietante el que, con un simple punto y aparte, desaparezcan para no volver personajes como el orondo capitán Grason y la rubicunda Doris o el malcarado Mourinho y el ensimismado Guardiola; o Juanita la Muerte con su guadaña al hombro y su disfraz de sevillana; o la Lata parlante de Lotina atrapada en el petate ambulante de una Caperucita Roja indignada; o el desconsolado Valdano despedido y amordazado por un presidente relegado a mayordomo en su propia casa; o el mismísimo Diablo y mi dulce Amanda, madre invisible de un hijo de padres desconocidos y esvásticas en las nalgas. Todos ellos y otros seres ficticios, o no tanto, se habían esfumado engullidos por la niebla londinense a la altura del siniestro puente de los Frailes Negros.
Me había alegrado de que, por una vez, el estilo prevaleciera sobre los alardes de ostentación y prepotencia
O eso suponía yo, mientras tomaba un rojo mejunje en los soportales de la Piazza del Duomo, cuando me abordó una joven periodista de largas piernas, rizada cabellera rubia y turbadora sonrisa. Se llamaba Mar. O, más bien, Marejada. Porque el remanente de su mirada dejaba un rastro de burbujas y la turbadora sonrisa, combinada con el reflejo del rojo mejunje, inducía a dejarse arrastrar por una especie de soterrada resaca. "No se librará de sus criaturas así como así", me espetó reivindicativa. "Una vez imaginadas, volverán cada vez que alguien las convoque sin que nadie las escriba. Ya no le necesitan para existir por sí solas. Son personajes sin autor que van y vienen por espacios siderales. Por cierto, acabo de ver a Juanita la Muerte remando con su guadaña en el lago Como".
Que la Muerte gozara de buena salud no era ninguna novedad. Que remara en el lago Como, tampoco. Virgilio concibió la laguna Estigia mientras pedaleaba por sus tenebrosas aguas en patín acuático, lo sé de buena tinta. Me habría sorprendido más que, por ejemplo, la Muerte remara en el estanque del Retiro un domingo cualquiera; o que Cristiano Ronaldo, sin reproches ni aspavientos, accediera a compartir con el Kun un mismo balón en un mismo rectángulo de juego; o que un Cerezo y un Manzano, conjurando el mal Agüero, hicieran florecer el jardín del Manzanares como si fuera El jardín de los cerezos; o que la ley del silencio, implantada por decreto en el Bernabéu, no acabara convirtiéndolo en un mausoleo donde, entre susurrantes ecos y resonantes rumores, solo se oyera la voz de los muertos.
"Prepárese", me advirtió la joven periodista de rizado cabello y turbadora sonrisa, "la Liga que viene seguirá siendo cosa de dos". El augurio era obvio y la perspectiva aburrida. En mi fuero interno, deseé que los del Real Mourinho obtuvieran cuanto antes esa décima Champions que anhelaban a cualquier precio, nunca mejor dicho, y dejaran que los demás disfrutáramos del fútbol en paz. "¿En paz?", inquirió el Diablo, que, bajo la apariencia de Groucho, pasaba por allí. "¡Es la guerra!", clamó esgrimiendo las tijeras de Harpo y, metamorfoseándose en Chico, me endilgó: "¡No sea hipócrita, señor Girard! ¿Acaso no le ha producido inconfesable placer paladear la frustración de ese petimetre recolector de chatarra que se disponía a pronunciar el veni, vidi, vinci apenas meter su petulante punta de zapato italiano en la órbita de uno de los más gloriosos clubes de la historia balompédica?"
Intenté negar, pero asentí a mi pesar. Traté de rectificar, pero no pude. En efecto, me había alegrado de que, por una vez, el estilo prevaleciera sobre los alardes de ostentación y prepotencia y la inteligencia predominara sobre la ambición sustentada a golpe de chequera. A la joven Marejada le pareció ignominioso que alguien se pudiera alegrar del tropiezo ajeno y se puso hecha un maremoto: "¡Un caballero no se alegra del mal de los otros, sino que se da por satisfecho con el bien de los suyos!", me recriminó en un aleccionador arrebato y me sentí avergonzado. "Siempre he confiado en el fútbol como vivero de miserables sentimientos", se refociló el Diablo y se alejó moviendo el rabo. Fue entonces cuando decidí hacerme socio del Urraca Club de Fútbol, un equipo de regional en el que los jugadores solo cobran cuando ganan.
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