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Crítica:ROCK | Jerry Fish
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El prodigioso estibador travieso

Del irlandés Jerry Fish ya sabíamos por sus dos discos que era muy bueno. Ahora, tras su impetuoso paso por el escenario de la sala Moby Dick, procede actualizar el diagnóstico: es brutal. Hacía muchos meses que no veíamos por la ciudad un espectáculo tan vigorizante, una conjugación de sabiduría musical, versatilidad estilística, sentido del humor y empatía como la que este dublinés con aspecto de estibador recién llegado del muelle desplegó la noche del viernes ante los ojos atónitos primero, enfebrecidos al rato, de apenas un centenar de personas.

Comenzó nuestro oficiante exorcizando al personal entre aullidos y golpes de maraca, tal que un Tom Waits portuario, y ya en su primer tema (The hole in the boat) logró que la concurrencia se acuclillara como si todos habitásemos un galeón en plena marejada. Quien pensara que un casi cincuentón de barba entrecana (como buen lobo de mar) no aguantaría semejante ajetreo durante toda la travesía estaba muy equivocado: Fish bailó con hombres y mujeres, saltó como un chiquillo enloquecido en plena piñata, propició abrazos entre desconocidos, dio nociones sobre la respiración profunda (su mujer es nepalí), bromeó con una fotógrafa a la que acusó de "tener pintas de turista" y, mientras tanto, desgranó un repertorio sencillamente maravilloso. Fueron 90 minutos de gloria como no se recordaban; y que se vayan preparando los asistentes a Benicàssim menos influenciables por las modas.

El músico bailó y saltó como un chiquillo enloquecido en plena piñata

El día que cumplía 30 años, Gerard Whelan (el nombre civil del personaje) se arrancaba la camiseta ante 60.000 personas al frente de An emotional Fish. Aquella banda ejercía como telonera de U2 en la gira Zoo TV y parecía aspirar a la sucesión de sus compatriotas más ilustres. Hoy, casi dos décadas más tarde, debemos olvidarnos por completo de aquel rock para estadios. The Mudbug Club, los cinco músicos que escoltan a Fish, suenan a mariachis, circos ambulantes, Willy de Ville, noches parisienses entre volutas de humo y paseos alucinados por las calles de Nueva Orleans. Y su jefe lo aromatiza todo con una voz meticulosamente maltratada, tan grave y ronca como un Leonard Cohen que hubiera descubierto ancestros celtas en el árbol genealógico.

Back to before, la deliciosa canción que esos grandes almacenes en los que usted está pensando escogieron para su última campaña navideña, se convirtió en un vals casi bufo, con Jerry arrodillado ante los espectadores en mitad de la sala. En It takes balls to be a butterfly sobrevolaba de nuevo la sombra de Waits, pero esta vez en versión chulesca, agarrones de entrepierna incluidos. Nuestro irlandés sonreía sardónico, sudaba a mares y ponía la mirada en blanco tal que si nos lo hubiéramos encontrado ejerciendo la mala vida en alguna taberna mugrienta. Pero no: a nuestro prodigioso estibador travieso se le iba la cabeza de puro éxtasis.

Es difícil determinar si el nuevo disco, The beautiful untrue, es aún mejor que su antecesor (Be yourself, 2002), donde aparecían temas tan enormes como Upside down o, sobre todo, True friends, una balada que podría llevar compuesta medio siglo y que nuestros nietos quizá sigan escuchando. Curiosamente, la secreción de adrenalina era tan intensa que su interpretación pasó algo inadvertida: Fish acababa de pasarse cinco minutos botando como un poseso con Life is sweet (La vida es dulce), toda una formulación de su temperamento. Porque a Whelan le ha sucedido de todo en la vida, y no siempre bueno, así que se ha conjurado para paladear cada instante como si el mundo pudiera dejar de dar vueltas a la siguiente amanecida.

No se marchó sin dejar de dar gracias, con su tronchante español precario, a sus "hermanos y hermanas" del público o a ese estupendo chaval murciano, Maez, que le sirvió de telonero. Pero el agradecimiento es nuestro, señor Fish. No hay psicoanalista en el mercado, por ahora, que pueda desencadenar semejante catarsis.

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