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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Recuerdos de Jorge Semprún

Era febrero de 2007, estaba en París y, cómo no, lloviznaba. Armado de valor, marcaba el número de teléfono que me había dado mi madre. Esperaba, nervioso, la voz de un hombre serio al otro lado del auricular. Justo entonces, por un instante, vino a mi mente una imagen borrosa de nuestro primer encuentro.

Unas croquetas, poco más. Ni el restaurante en el que estábamos, ni de qué se habló durante la cena. Por aquel entonces yo no debía tener más de diez años y recuerdo que pensé que ese señor de melena blanca, parecía muy serio. Añadamos todo lo que a uno le habían contado desde pequeño. Palabras que, para un niño, son difíciles de comprender: campo de concentración, partido comunista, expulsión del partido... Sin embargo, según decían mis padres, se trataba de un buen amigo de mi abuelo -ya fallecido- y juntos habían pasado muchas cosas, entre otras, aquella famosa expulsión que había marcado la historia del PCE y que, de forma más íntima, había cambiado la vida de mi familia. Así pues, aquella noche en Barcelona, observé con curiosidad y respeto a ese señor de mirada grave.

Pero volvamos a esa tarde de febrero de 2007 en la que estaba a punto de encontrarme, cara a cara, con Jorge Semprún. Escuché su voz al otro lado del teléfono. Aunque habían pasado ya más de quince años desde aquella noche en un restaurante barcelonés, seguía imaginándome a un hombre muy serio; ya se sabe lo poderosos que son los recuerdos de infancia. Esta vez, quedamos a las doce y media del día siguiente, para almorzar en su casa. Será un rojo español pensé, pero sigue escrupulosamente el horario francés. Leyendo sus libros desde adolescente, quedé fascinado por las experiencias vitales de esa persona que ahora, abriéndome la puerta de su piso, parecía ya tan viejita. Sin embargo, la voz de Jorge seguía teniendo una vitalidad envidiable; desbordaba ganas de vivir. Incluso en estos últimos años, seguía teniendo en la cabeza miles de proyectos, ilusiones e inquietudes. Me pregunto si estas ganas de vivir no procedían aún de esa primera escapada de la muerte, la muerte de los campos de la que hablaba en sus libros. Y pienso, sonriendo, que esa escapada de más de sesenta y cinco años, no deja de ser una última victoria postrera sobre el nazismo.

Cuando me iba de su casa, esa tarde de febrero de 2007, recuerdo que bajamos juntos en ascensor, y para romper ese silencio siempre incómodo, le pregunté si dar el paso para integrarse, activamente, en la resistencia francesa era tan complicado como parecía. O como muchos se esmeraron en justificar. El me observó, sonrió y me dijo: "No, no era tan difícil...". Me miró un momento en silencio, y luego añadió: "Si de verdad querías, te enterabas de cómo hacerlo". Se abrieron las puertas del ascensor y me dió un abrazo antes de irme. Ahora me doy cuenta que, hablando con Jorge, engañé por un rato al tiempo y pasé unos momentos acompañado, también, de mi abuelo y su historia.

En 2010 se celebró el sesenta y cinco aniversario de la liberación de Buchenwald y Jorge estaba allí. De forma clara pero sin ningún dramatismo, anunció que esa sería la última vez que iría al campo. En su discurso habló, sobre todo, de los dos primeros soldados americanos que llegaron a Buchenwald. También habló del adiós paulatino pero inevitable de todos los que una vez estuvieron allí: del fin de la memoria directa. Y lo hizo con una serenidad, que asusta a los que tan sólo podemos imaginar lo que suponen las vivencias de una generación como aquella. Finalmente, acabó el discurso haciendo referencia al informe que mandaron aquellos soldados americanos. En él, hablaban de las columnas de supervivientes que marchaban harapientos y mal armados, de vuelta al frente. Jorge terminó su último discurso, ese 11 de Abril de 2010 en Buchenwald, con un "recuerdo sereno y fraternal" a aquel joven de veintidós años que, de hecho, era él mismo. A aquel joven, al que todavía veía marchar feliz celebrando la liberación rodeado de sus camaradas, y con las ganas intactas de luchar. Ahora, en 2011, poco más de un año después de aquel discurso en Buchenwald, aprovecho la ocasión para tomarle la palabra, y permitirme un recuerdo de admiración y agradecimiento a Jorge Semprún.

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