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Columna
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Tensión de glúteos

Tengo muy mal perder y el otro día perdí el tren. Sapos y culebras. Perder un tren normal da rabia, pero perder el que va de Madrid a Donostia roza la tragedia. Sólo salen dos al día, así que perder uno es como perderlos todos. Me cabreé. Mucho. Ahí estaba yo, de pie en el andén con cara de imbécil mientras el tren se me escapaba en las narices. Me di la vuelta y me fui, roja de rabia. Cuando estás cabreado lo que más relaja del mundo es insultar, a poder ser con motivo, claro, porque tampoco es cuestión de ir por la vida como si se tuviera el síndrome de Tourette. Así que me puse a andar con la esperanza que alguien me atracara, o me pegara, o me empujara, o algo. Mi gozo en un pozo. Con el cabreo intacto, salí fuera y me metí en un taxi para ir a la estación de autobuses.

El taxista resultó ser un hombre muy lento. Era uno de esos conductores que pide por escrito permiso para cambiar de carril. Yo seguía estando muy cabreada, así que valoré la posibilidad de desahogarme con él. No me atreví, pero le miré mal e internamente le culpé del atasco, de la lluvia, de la crisis económica mundial y del terremoto de Lorca. Con el ceño fruncido, pagué y me bajé. Al llegar a la estación, supe que aún faltaban dos horas para que saliera el siguiente autobús. Me cabreé todavía más. El taquillero, un chaval con pinta de estar de paso, también se llevó su buena ración de caras largas. Al fin y al cabo, era culpa suya que no hubiera más autobuses, ¿no? Cogí el billete, resoplé y me fui a un bar cutre a hacer tiempo.

El camarero del bar tenía unos 50 años. Era muy amable. No tardó en darse cuenta de que yo no estaba para fiestas y me dejó tranquila. Un hombre se sentó a mi lado. Era un cliente habitual. El camarero y él se saludaron, se veía que se tenían aprecio. Se hicieron un par de chistes y se pusieron a cotejar en el periódico un montón de boletos de la Primitiva que el cliente se sacó del bolsillo. Yo les miraba de reojo, seria, mientras ellos se reían. El camarero me vio, me sonrió y, sin más, me incluyó en la conversación. Qué bien lo hizo. Me tendió un taco de boletos y me dijo: "hala, ayúdanos a comprobar". Mi primer impulso fue decir que no, aún estaba cabreada y quería seguir estándolo, pero su simpatía me arrastró. Cogí los boletos y me acerqué a ellos. Al cabo de un minuto, se me había pasado la tensión de glúteos y me estaba riendo.

Es por eso que quiero dar las gracias a todos los camareros buenrrollistas del mundo y a todos los clientes buenrrollistas del mundo. Porque gracias a ellos, los imbéciles como yo podemos mirarnos al espejo. Y porque tienen el poder de convertirte un día de mierda en un buen día. Y es importante que lo sepan.

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