De Madrid a la gloria
Tengo un amigo que está como una cabra razonable. Hace unos días le dijeron que tiene los días contados. No le importa porque está cansado de vivir, dice. Como somos íntimos, va y me lo cuenta. "Oye, colega", me dijo, "¿Quieres acompañarme a despedirme de Madrid?". "Tío, no me gustan las despedidas", le contesté. "No te preocupes, cuando yo me despido lo hago como una juerga. Y, como a ti te va la marcha, eres la persona adecuada. Imagino que sabes que la muerte es una tontería, como la vida y otras cosas importantes. ¿Vale? Si no vienes te parto las piernas y asunto concluido, cobarde, antiguo, materialista".
El tipo alquiló un cochazo con chófer, champán y algunos otros detalles, entre otros su perro, tan exquisito como él. Nos acercamos al Retiro, donde entablamos una jugosa conversación con el Ángel Caído mientras el perro ladraba y brincaba loco de contento. De allí nos fuimos al Prado. "Solo será media hora", me dijo, "tengo que despedirme de Velázquez, de Goya y del Bosco".
Después fuimos Castellana adelante. Ante la estatua de Castelar se apeó con su perro y estuvo un rato diciendo no sé qué a don Emilio. "Es que a mí me gustan mucho los masones", me aclaró. Y brindamos.
Giramos hacia Malasaña. Después tomamos vermús en La Realidad. "Si el mundo fuera así, la vida sería una gozada. Y no me llores porque te parto las piernas. ¿No ves que la muerte es un cuento para meternos miedo en el cuerpo? Anda, vamos, que ya es tarde. Habrá que cenar en La Gloria, digo yo. Está en la Prospe".
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