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Los problemas del campo andaluz
Columna
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Tópicos

Amigos, conocidos, familiares y la humanidad en general se concitan para tratar de remontar mis ánimos y convencerme de que, bueno, tampoco es para tanto, la victoria del partido azul es aplastante en todo este país nuestro pero tampoco pasa nada, en realidad todo seguirá lo mismo pero con rostros y firmas levemente distintos, incluso es posible que algunas cosas hasta mejoren, ya verás tú. Reconozco que desde tierna edad atesoro una batería de tópicos sobre la derecha que me saltan a la memoria siempre que se produce un fenómeno electoral de las presentes características (siempre que el partido azul extiende sus alas sobre nuestra geografía, como ocurrió en el 96 y también en el 2000): reincidiendo sobre las repetidas caricaturas de Alfonso Guerra, siempre he supuesto que la derecha la engrosan una entente de burgueses tripones y bien surtidos, que van los domingos a misa y paladean la hostia mientras dejan morirse de hambre a los hijitos de sus pobres empleados; que defienden idearios caducos que huelen a catecismo y a cuarto cerrado, y ponen los ojos en blanco ante palabrotas como homosexualidad y adulterio a la vez que acarician sin miramientos el culo de sus secretarias; que se enfrentan al progreso de la humanidad y su lucha en pos de un mundo más democrático, más libre y más igualitario porque no quieren perder sus privilegios, esos que los ligan al feudalismo, al machismo, a la tauromaquia, al derecho de pernada, al capital, a la explotación, a la bandera, al látigo, al mal. Por resumir un poco, siempre he considerado que la derecha es el bastión último de un mundo que se resiste a morir, arrastrado por la fuerza de los tiempos, y que forcejea lamentablemente con el futuro por mantener todo tal y como era hace un siglo, o unos cuantos de ellos. Tópicos penosos, de acuerdo, simplificaciones burdas que no debería tolerar en su cacumen una persona que se precia de pensar por sí misma. Clichés de los que diariamente, lo juro, trato de desprenderme en lo posible, pero que se resisten: sobre todo cuando, ay, la realidad les presta apoyo.

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Algunos de quienes me rodean me sugieren que Juan Ignacio Zoido no tiene por qué resultar malo para Sevilla y que quizá su llegada a la alcaldía resuelva muchos de los inveterados problemas que nuestra ciudad arrastra: el tráfico, la marginación de ciertas zonas, el transporte público, los servicios de una u otra índole, la oferta cultural. Y como para despejar mis dudas, por si alguna vez había abrigado alguna, el propio Zoido ha intervenido ya para retratar qué ciudad quiere: acaba de anunciar que dos de sus primeras decisiones en cuanto empuñe el bastón serán la de eliminar el mobiliario urbano instalado en ciertas plazas del centro para reemplazarlo por algo debidamente rancio y la de dedicar una calle a cierto articulista reaccionario. De acuerdo, la derecha no es gordos que rezan ni las cárceles de la Santa Inquisición, pero cuesta mucho, muchísimo, sanear su imagen de tan pésimos tópicos cuando sus dirigentes, desoyendo todas las necesidades políticas y sociales de urgencia, abren sus programas de gobierno tratando de erradicar los restos de modernidad que, poco a poco y lastimosamente, han ido alcanzando las fachadas de nuestra pobre capital. Y estamos en lo de siempre: la Sevilla cateta, la del estupor, la de la cofradía y los farolillos y la gracia y el donaire, la del señorito y el zajón que se revuelve en cuanto le colocan un banco de diseño o unas setas del siglo veintiuno y quiere regresar a los correctos azulejos, al hierro forjado y la dichosa virgen en la misma, dichosa esquina. ¿De verdad pretende gobernar para todos, señor Zoido? Pues repase mejor qué nombre elige para ciertas calles, que muchos pueden ofenderse. O morirse de risa.

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