Gil Scott-Heron, músico precursor del rap
Fue autor de 'The revolution will not be televised'
La poesía estadounidense, el soul airado, el jazz político y la cultura hip-hop perdieron ayer a uno de sus personajes más importantes e inspiradores. Gil Scott-Heron, símbolo perdurable de la contracultura y autor de la célebre The revolution will not be televised (pieza de spoken word de 1971 a la que se suele atribuir el padrinazgo del rap) falleció a los 62 años en el hospital St. Luke's de Nueva York a causa de una enfermedad contraída en una reciente gira europea.
Scott-Heron, enfermo de sida desde hacía algo más de dos décadas, empleó la mitad de su vida en pelear contra una adicción que dio con sus huesos en la cárcel para cumplir una pena de año y medio por posesión de drogas. Su reciente vuelta a la vida de la música grabada con un disco, I'm new here, que tristemente no estaba a la altura de su alargada leyenda, y una suerte de inane experimento de remezcla de ese material, que el joven músico Jamie XX tituló We're new here, devolvió la esperanza a los aficionados al sensacional corpus que grabó en los años setenta para sellos como Flying Dutchman, Strata-East o Arista con su nombre y con el del tándem irrepetible que formaba con el pianista Brian Jackson. Finalmente, todo quedó en un audaz espejismo que al menos supuso que un Scott-Heron realmente desmejorado actuase el año pasado en Madrid y Barcelona.
Movimientos como el 15-M devuelven todo el sentido a su mayor éxito
El músico, nacido en Chicago, criado en el sur por su abuela e hijo de un padre ausente, el primer futbolista negro que fichó el Celtic de Glasgow, irrumpió en la escena del jazz y la poesía de Nueva York para cambiar el curso de las cosas a finales de los sesenta. Aquel poeta negro estaba realmente enfadado y lo plasmaba en letras brillantes, llenas de aceradas referencias políticas, ariscas teorías de la conspiración y la clase de cosas "que no te cuentan en el telediario de las once". Se acompañaba de piano y del sonido de los bongós para lanzar sus diatribas en su debú: A new black poet: Small talk at 125th and Lennox (1970), que tomó su nombre del club de Harlem en el que fueron grabadas las sesiones.
En álbum se recoge una temprana y desnuda versión de su éxito más célebre, que abriría un año después Pieces of a man, considerado como uno de los mejores álbumes de los años setenta. Esta vez, Scott-Heron se ayudó de una banda compuesta por algunos de los mejores jazzmen de su generación: Bernard Purdie (batería), Brian Jackson (piano), Ron Carter (bajo) y Hubert Laws (vientos).
The revolution will not be televised es un apresurado alegato contra la banalización del mundo, la superficialidad del consumo de masas, la sociedad del espectáculo y el estúpido glamour que todo lo invade ("la revolución no dará sex appeal a tu boca"). Llena de referencias culturales y políticas (de Tim Leary a Nixon, su gran némesis; de Natalie Wood a Jackie Onassis), la canción, a la que movimientos como el 15-M devuelven periódicamente todo su sentido, funciona como una llamada a la acción directa, a dejar el sofá, no esperar a la reposición y participar en los cambios en directo.
Este tema monumental corrió el riesgo de ensombrecer un álbum sin tacha, que incluye maravillas como Home is where the hatred is, el lamento familiar de un yonqui desgraciado, o Lady day and John Coltrane, una oda a Billie Holiday y al legendario saxofonista de jazz.
A este siguieron discos como Free will, Winter in America (que incluía otro de sus clásicos, The bottle, escalofriante radiografía del alcoholismo), The first minute of a new day o From South Africa to South Carolina.
La revolución de la música disco y sobre todo su hedonista manera de ver el mundo dejó más descolocado si cabe a Scott-Heron que al resto de los músicos de soul de su generación. La tribu del rap, que tanto le debía, tampoco mostró interés por restaurar su figura en los primeros compases de la historia del género a principios de los ochenta (aunque sus canciones se encuentran entre las más sampleadas).
Empleó los ochenta y los noventa en fumar crack, meterse en líos y girar por Europa, especialmente Reino Unido; era usual verlo en el Jazz Cafe de Londres a finales de los noventa. En aquellos recitales actuaba ante una audiencia de devotos admiradores, chicos blancos que sacaban sus propias conclusiones de aquellos versos negros y le reverenciaban como a una de las voces más singulares de la música de los últimos 40 años.
Todos ellos podrían hacer propio hoy aquel lamento que cerraba su primer disco. ¿Quién va a pagar a partir de ahora las reparaciones de sus almas?
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