Habitación sin vistas
Desde que llegó a España, Sharon Fridman (Hadera, 1980) ha ido madurando un arte generoso y sensible; más que elogios, precisa de estudio y disección. Sus registros son amplios y sus bases escolásticas aparecen armonizadas. Ahora elabora un pas de trois para dos bailarines y maromo (o tramoyista fisgón), inquietante tercera figura que emerge desde las sombras como apoyo en un cuadro barroco: un actor que ayuda a mover esa carra modular que se transforma en tabernáculo ritual, habitación, refugio y cárcel.
Ingenioso, perturbador, este bailarín-coreógrafo elude toda vertical al principio, escorza y tortura su propio paso al plantear el discurso. El exterior es amenazante, y la poderosa música de Cobo, que sobrepasa con mucho el carácter incidental para empastar la atmósfera de una danza llena de significado, da referencias, oprime el aire, atomiza la acción.
AL MENOS DOS CARAS
Compañía: Projects in movement. Coreografía: Sharon Fridman y Arthur Bernard Bazin; con Antonio Ramírez. Música: L. M. Cobo. Escenografía: 4play. Vestuario: M. Llop. Luces: P. Parra.
Teatro Pradillo. Hasta el 29 de mayo.
Los dos bailarines se exprimen ejemplarmente en escena. Se aportan una contrapartida electrizante y visceral que llega al biotipo, al contraste físico. Al hermoso casquete rubio y medieval de Sharon se oponen los rizos rebeldes y brunos de Arthur Bernard. Ambos son viriles y suaves a la vez. Tejen un amplio dibujo de tensión que, por torturado o complejo, nunca es turbio, resulta leíble desde el análisis coréutico. El abrazo funciona como leitmotiv, un manto figurado de protección y arrobo, de deseo y rechazo.
La escenografía, de clara inspiración constructivista, es un interior doméstico desnudo y sin vistas, agonístico, donde la lucha cuerpo a cuerpo esmera los brotes de una personalidad torturada e inquieta que busca su sitio. Esa especie de biombo chino, que al descomponerse forma al fondo una especie de skyline, y el socorrido playwood (o contrachapado) resultan convincentes como digno material que gana con el uso una pátina de degradación.
Ese viaje lírico por su azotea, más mental que físico (se piensa en La sonámbula, de Balanchine), al principio y al final, reafirma la voluntariosa circularidad, un horizonte de soledad. Surgen dudas con el vestuario: la compleja técnica de desplazamiento debe ser pulida. Pero la obra, una pequeña maravilla, es un regalo para los sentidos.
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