Se busca pared para tanta pipa
Un empresario busca un pueblo al que donar su colección para que "no muera"
Se busca pueblo, castellano a poder ser, con un caserón y con un alcalde espabilado. Carlos Armero quiere que su colección de pipas, una de las mejores del mundo, deje de colgar de las paredes de su casa de La Moraleja para estar a la vista de todos. "Cuando casca el coleccionista casca la colección", dice preocupado este empresario jubilado de 70 años, rodeado de las 1.000 pipas que forman parte de toda su vida.
"Para mí es como mirar un álbum de fotos". Recuerdos de África y de aquel pigmeo al que le cambió una pipa por su camisa, o de las más reñidas subastas en Estados Unidos en las que al final, tras subir y subir de precio, siempre se salía con la suya. El valor de la colección es incalculable. Hay pipas de un euro y pipas de 10.000, pipas de opio y pipas de agua, pero sobre todo hay miles de horas de negociación y de kilómetros alrededor de todo el mundo.
El empresario tiene más de 1.000 pipas de todos los lugares del mundo
El coleccionismo es como el opio, "un vicio que da sosiego y tranquilidad"
El primer viaje de Carlos fue a Inglaterra. Llegó a Londres un verano, después del primer curso de derecho, con solo 18 años para aprender inglés y trabajar de camarero. Era joven y se quedó tan fascinado que quiso ser británico, cuenta con gracia. Y empezó su mutación en gentleman comprándose una pipa. Hasta que se perdió y corrió a comprarse otra. Entonces apareció la primera. Ya tenía dos. Y así nació su colección.
Al acabar la carrera le ofrecieron trabajo en Londres. "¿Hay que viajar?", fue su única pregunta. Y empezó su peregrinaje por todo el mundo. Cuando acababa las jornadas de trabajo, en lugar de beber whisky con otros hombres de negocios sin salir del hotel, Armero se lanzaba a la calle, a los mercadillos. "Soy como un cazador, huelo las pipas". Los años de entrenamiento le valieron para hacerse con una especie de red de "corresponsales", que aún ahora le avisan si aparece algún tesoro. Cada vez menos, porque en sus paredes ya hay de todo, además de la mejor colección del mundo de pipas de opio. Llegó a poner anuncios en los periódicos locales cuando tenía previsto un viaje y, al llegar al hotel, advertía al conserje de que le iban a llamar y le pedía que citara a las visitas con una diferencia de media hora. Así se hizo con una pipa de la II Guerra Mundial que le llevaron dos ancianos.
Las anécdotas se multiplican en el salón de su chalé de La Moraleja donde están expuestas las pipas. Cuando Armero llega de cada uno de sus viajes esta sala es el primer lugar en el que entra. Una mirada le basta para saber que todo está en orden. Nunca ha perdido ninguna. El coleccionismo, dice, le viene de genética. Su hermano tenía una colección de carteles políticos que está ahora en el Archivo de Salamanca, su padre atesoraba jarras de cerveza y, su madre, petaqueras antiguas o cajas para lentes. Su mujer, que lo ha acompañado en muchos de sus viajes, también se aficionó y ya tiene cientos de huevos de todo el mundo.
De colección en colección, después de su aventura británica Armero desembarcó en el coleccionismo de empresas. Ha sido promotor de teatro -Evita, con Paloma San Basilio-, de cine, ha tenido empresas de productos químicos, de donuts y pizzas. Y en todas ellas encontró siempre la posibilidad de viajar. Ahora acaba de llegar de China.
Para él, el coleccionismo es como el opio, un "vicio que da sosiego y tranquilidad". Aunque asegura que nunca lo ha fumado, sí puede presumir de haber estado en China antes de que Mao prohibiera las pipas de opio, o en fumaderos ilegales de plataformas marinas. "Me da pena ver a la juventud fumar marihuana con esos cigarros", dice riendo, "lo otro tenía categoría".
Su única ilusión (ya que el tabaco lo ha dejado) es que la colección "no muera", entre otras cosas porque sus hijos tampoco "tienen pared" para tanta pipa. "Ni están tan locos como yo", apunta. Ha tenido ofertas de EE UU, pero no quiere que el trabajo de toda su vida cruce el charco. Le gustaría un lugar tranquilo, un pueblecito al que poder acercarse de vez en cuando. Un techo bajo el que también pueda estar la pipa enorme que preside el jardín de su chalé y que su mujer le prohibió meter en casa después de que volara desde Camerún metida en un ataúd que le compró para el viaje.
Armero está convencido de que mucha gente disfrutaría con la colección. "A los jóvenes les podría gustar más ver las pipas de la paz de los indios sioux que un velázquez. Esto también es historia. Desde que el mundo es mundo echa humo", dice.
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