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Tribuna
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Sobre el descalabro

Sería de una ceguera suicida que tanto el PSOE como el PSC creyesen haber encontrado en la crisis económica y en el malestar social derivado de ella la gran coartada para explicar su naufragio electoral del pasado domingo. Desde luego que la crisis ha jugado un papel, y que la socialdemocracia europea lleva años desnortada, y que quien gobierna tiende a recibir en su trasero los puntapiés de la ciudadanía cabreada, y que la alternancia es (¿verdad?) esencial para la democracia. Pero esa erosión de la marca -que los socialistas catalanes trataron de esquivar disimulando las siglas, rehuyendo en campaña a los líderes estatales del PSOE y minimizando incluso la presencia de los líderes nacionales- no puede ocultar el peso que han tenido en la derrota los errores propios, los vicios adquiridos, las inercias acumuladas a lo largo de más de tres décadas de hegemonía.

Al discurso exhausto y a la sobredosis de arrogancia del PSC se les ha unido el embotamiento de la capacidad autocrítica

Uno de esos vicios, tal vez el más antiguo, fue el exceso de confianza o, si lo prefieren, la soberbia política. Tras 15 o 20 años en el poder local, el PSC tendió a creer que ya no importaban la personalidad ni el fuste de sus alcaldables, que la sigla convertía en oro cuanto tocaba, que las grandes ciudades eran suyas por naturaleza. Tomemos como ejemplo los casos de Girona y Barcelona: sin ánimo de ofender a nadie, ¿alguien cree que la talla política y la capacidad de liderazgo de Joaquim Nadal y de Pasqual Maragall fueron mantenidas a igual nivel por sus sucesores efectivos o preconizados, Anna Pagans y Pia Bosch en un caso, Joan Clos y Jordi Hereu en el otro? En los municipios el factor humano es esencial, ya sea en positivo (Àngel Ros, Josep Mayoral, Pere Navarro...) o en negativo.

Luego está el agotamiento -por exceso de consumo- de determinadas pócimas. Un partido en la posición dominante que ha sido hasta ahora la del PSC no puede enfocar la batalla por los Ayuntamientos puramente a la defensiva, subrayando las amenazas que supone el rival mucho más que las propuestas propias. ¿Cuáles han sido los dos grandes mensajes del socialismo barcelonés durante la pasada campaña? De un lado, presentar a Xavier Trias como un títere de Artur Mas y, encima, infeudado al PP; o, en palabras de Joan Ferran, como "el virrey del rey de los recortes y prisionero de Fernández Díaz". Por otra parte, convertir el 22-M en una especie de referéndum contra los tijeretazos "atroces" e "inmorales" (los adjetivos son de Rosa Regàs) que el Gobierno de la Generalitat quiere aplicar por puro placer sádico. Por cierto que, si se trataba de un referéndum, lo ha ganado el realismo y lo ha perdido la demagogia.

Al discurso exhausto y a la sobredosis de arrogancia se les ha unido el embotamiento de la capacidad autocrítica, o la alergia a asumir responsabilidades -digo asumir responsabilidades, no buscar chivos expiatorios- ante fracasos tan flagrantes como el de la Ordenanza de Civismo o el de la reforma de la Diagonal, ante escándalos tan serios como el de Ciutat Vella, que llevó a dimitir a Itziar González. Incluso ahora, tras un descalabro sin precedentes, el PSC está practicando la autocrítica a desgana y en dosis homeopáticas.

Así las cosas, y cuando ya se ha perdido medio año desde la estrepitosa derrota del pasado 28 de noviembre, ¿qué sentido tiene seguir aplazando la inevitable catarsis cinco meses más, hasta finales de octubre? ¿Creen los apparatchiks de la calle de Nicaragua que hurgar en los futuros pactos territoriales CiU-PP les permitirá salir del pozo, que verse salpicados por la dolorosa agonía de Rodríguez Zapatero les beneficiará? ¿No sería mejor agarrar el toro por los cuernos, convocar su congreso en julio -si es preciso, con carácter extraordinario-, debatir y clarificar de una vez la identidad del partido, e investir un nuevo liderazgo antes de vacaciones? A no ser, claro, que el propósito del aparato sea urdir una seudorrenovación que lo mantenga todo atado y bien atado.

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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