Sociopolítica de la elegancia
Lo malo de envejecer es el deterioro que conlleva. Lo bueno de la juventud es que parece siempre interminable. Con la socialdemocracia ha ocurrido prácticamente lo mismo. Creímos, desde 1945 a 1975, que ese bienestar social sería para siempre. No había existido nunca antes ni existiría después la disminución de las desigualdades, el aumento de la confianza en los otros y la seguridad en el futuro mejor.
Sin embargo, ni la protección de los servicios públicos ni lo que se llamaba en Francia État-providence han vuelto a crecer. La democracia ha perdido fuerzas y en el camino ha dejado el arrebol su juventud. Es decir, los "alegres tiempos" de las amplias clases medias más la esperanza en que sus hijos prosperarían desde esa plantación. Años después, sin embargo, la marcha del sistema capitalista, con sus arreones neoliberales a fines de los setenta, dejaron un cuerpo social y político desvencijado. La gente no confía en la gente y, encima, no confía tampoco en el porvenir. ¿Cómo no iba a generarse una formidable especulación basada tanto en la impaciencia por ganar mucho enseguida como en el miedo a perderlo pronto?
Otro mundo es posible, pero antes hay que esperar que se incinere este
De un sistema más o menos conjuntado, con la musculatura firme en el tren inferior, se ha pasado a otro, cerca de la ancianidad, al que le tiemblan las piernas. En los gimnasios explican esta ecuación muy bien: la debilidad del sistema empieza por sus miembros inferiores siendo estos ahora mucho más importantes que nunca. De ahí que la democracia se tambalee, las reclamaciones vacilen y las medidas oficiales peguen tumbos.
Con pérdida de vigor en el Estado del bienestar, se ha perdido, a la vez, el impulso cultural y hasta el pulso también. Hace medio siglo la cultura pública se proponía hacer culto a casi todo el mundo y no solo a través de las escuelas, sino mediante el cine, los libros o los proyectos arquitectónicos que en Francia, nuestro patrón, condujeron ministros instruidos y elegantes.
Su quehacer nacía de que para Francia la cultura forma parte, desde la Revolución, de los bienes primordiales de la subsistencia. En la plaza Odeón de París hay una estatua de Danton donde se lee: "Después del pan, la primera necesidad del pueblo es la educación". Con ese espíritu gastronómico presente en Europa tan pronto hubo oportunidad de comer mejor la cultura entró a formar parte del menú.
"Menos chorizo y más pan", claman los manifestantes de la Puerta del Sol. Son jóvenes que han conocido de sobra el chorizo de la corrupción y han probado menos los patés y el camembert. Metáforas de las dosis culturales que se servían gratis y casi a granel en los años sesenta de media Europa y que hicieron de los agitadores del 68 gente ilustrada en los libros de sociología, literatura y hasta de psiquiatría. El movimiento antiautoritario de entonces que comprendía a la no-escuela, el no-psiquiátrico, la no-cárcel no sonaba tan absurdo si tenía en cuenta que la nueva cultura nacía de la cultura.
Ahora no son las cosas así, naturalmente. No podrían serlo. La socialdemocracia ha ido evaporándose como un humedal bajo el tórrido verano y la democracia a secas ha quedado en los sarmientos de lo que fue. ¿Otro mundo posible? Muy posible; pero antes, como es de razón, hay que esperar que se incinere este. Toda fogata en este sentido contará con suficiente leña y acelerará la Historia pero dentro de esa velocidad, ahora sin motores de explosión, habrá de reordenar el bien y el mal, la ignorancia y la ignominia, la cooperación, la educación y el estilo. Por ser más elegantes, educados, colaboradores y justos vale la pena construir el porvenir. Los políticos a la violeta habrán desaparecido.
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