Un salvaje domesticado
Ballesteros tuvo el privilegio de oír en vida que para millones de personas el mundo sería peor sin él
"¡Yo siempre gano!", gritó Severiano Ballesteros al despertarse de la anestesia de la cuarta operación, la más delicada de las que sufrió en octubre de 2008 para reducir lo máximo posible el tumor tamaño dos pelotas de golf que le había crecido en la cabeza. Era el hombre salvaje y arrojado, el mismo espíritu orgulloso que libró al golf europeo de su olor a naftalina y a aristocráticos títulos polvorientos ya apolillados a finales de los años 70, el alma de quien se sabe especial, único, y disfruta de ello. Cambió su apellido, quiso que le llamaran Seve Mulligan (un Mulligan, en golf, es una segunda oportunidad, un golpe nuevo en el tee para volver a empezar una partida tras un golpe malo), pero su segunda vida, su segunda oportunidad tras una operación milagrosa, la segunda vida con la que no contaba, comenzó a vivirla igual que había vivido la primera, rebelde y soberbio, único. Y los médicos que le animaban a seguir dándole fuerte a la vida le reforzaban su fe en sí mismo. Le decían, "eres único Seve, otros con un tumor como el tuyo habrían vivido dos meses, mira a Edward Kennedy, y tú, mira cómo estás, mira cómo vives".
Más de 300.000 mensajes le esperaban en su casa tras las operaciones
"Eres único", se lo oyó durante toda su carrera a tantos aficionado, lo leyó tantas veces en tantas crónicas, y luego, en su segunda vida, tuvo la fortuna de leerlo en miles y miles de notas, correos, mensajes, que le hicieron llegar miles y miles de aficionados de todo el mundo conmovidos por su enfermedad, temerosos de que se muriera; el privilegio pocas veces dado de saber que también sus pares, jugadores de todas las edades y niveles, pensaban que sin él el mundo no sería igual, la vida. Se lo oyó decir a los más grandes, a Jack Nicklaus, a Tiger Woods, Tom Watson, Gary Player. Se lo oyó decir hasta a Bill Clinton. Más de 300.000 mensajes le esperaban en su casa de Pedreña cuando regresó del hospital, palabras de amor, de los quirófanos de La Paz. "Los veo difusos, no acabo de entenderlos desde mi nube", le confesó meses después a Olga Viza; "pero llegará un momento en que vea claro". Para él, claro, la segunda vida, como la primera, era una guerra, una batalla contra el dolor, contra la invalidez, contra la ceguera y la afasia, contra la muerte, que estaba seguro de ganar. Las cicatrices de la operación eran sus "heridas de guerra", el dolor no era más que un "dolor interior". "La enfermedad es el enemigo", dijo. "La guerra contra la enfermedad es la única que debe existir". Con ese espíritu puso en marcha su fundación contra el cáncer bajo el lema: "Soy un hombre afortunado. Merece la pena luchar".
El tallo irrompible finalmente se quebró. Al mismo ritmo en que su tumor, rebelde, claro, alimentado por un cerebro rebelde, volvía a crecer, al ritmo en que los malos momentos empezaron a superar a los buenos, en el nuevo Ballesteros, quien se sentía una "persona mejor", fue creciendo la consciencia lúcida de que quizás alguna vez en la vida no iba a ganar. Como si los casi tres años de más que había conseguido con su mulligan se le hubieran concedido para conocer el verdadero significado de la vida, un privilegio más, acompañado del derecho a revivir en su memoria su historial glorioso. "No se puede tener todo en la vida", reconoció finalmente. "Un día te sientes perfectamente y al siguiente no sabes qué puede pasarte. He vivido unos magníficos días de gloria. Ha sido una vida fantástica y esto, lo que me ha pasado a mí, es sencillamente lo que se puede llamar destino".
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