La fe mueve montañas
A la luz de los sondeos demoscópicos, esa suerte de mercados determinantes muy a menudo del desenlace electoral, cabía suponer que esta campaña se desarrollaría sin apenas crispaciones. Al PP se le anticipaba una victoria tan holgada que bien le hubiera permitido sentarse a la puerta de su sede y contemplar socarronamente el desplome de su principal y mortificado adversario, el PSPV, así como de la izquierda más que menos desamparada o emergente. Ungido como está por los dioses, o lo que sea, ni siquiera puede sentirse inquietado por los dos grandes asuntos que en el marco de una democracia más madura serían decisivos y nefastos para su suerte. Nos referimos al problema económico que nos agobia y a la corrupción que ha infestado las filas del partido donde conviven con pasmosa armonía los presuntos delincuentes y la legión innumerable de cómplices que les ampara con su voto, aplauso o silencio.
En punto a la crisis resulta evidente que el recetario de su programa, tanto como el de sus más directos antagonistas, viene condicionado por la forzada austeridad que obliga a limitar el gasto y optimizar recursos, con la consiguiente merma en los servicios públicos. En el caso específico del PP no hay que descartar, sino dar por cierta, la privatización de algunos de ellos para complacer a sus clientes. Dada la pobreza del erario y el descrédito financiero de este Gobierno también podemos aventurar que ya no será fácil reincidir en la política del despilfarro que tanto complace a los mentecatos. Pero es seguro que la eliminación de tales dispendios, así como las apreturas presupuestarias que se avizoran, se traducirán en réditos para los populares al ser presentados como prueba de la discriminación a que nos somete el presidente Rodríguez Zapatero, culpable de nuestras desventuras y contra quien apuntan las baterías.
Blindado contra las consecuencias de la crisis que en parte ha fomentado su mala gestión, el PP también se siente a salvo de todo reproche a propósito de la corrupción. ¿Qué corrupción? Mediante el pueril ejercicio de negar la evidencia, el molt honorable Francisco Camps no es un candidato atenazado judicialmente por sus presuntas fechorías. Esos episodios penales nunca han existido -alegan- porque tampoco hay fallos condenatorios, por más que la cuerda de implicados, imputados, procesados y truhanes sea una procesionaria. Cosa de locos, se dirá, pero ellos, sus votantes y militantes, son la mayoría por estos pagos y lo que resulta más grave es que una buena parte de esa feligresía se inviste de la valencianía fetén, la victimista e irredenta, atizada por arengas patrioteras que creímos definitivamente amortizadas. "El partido socialista va a hacer una campaña en la que sacarán hasta la guerra civil", proclamaba estos días el secretario general del PPCV. La única guerra invocada hasta ahora es el estafermo patriotero que sus voceras invocan a la menor ocasión.
Este país valenciano tiene un problema que trasciende el económico, ya de por sí agobiante, y tal problema no es otro que el déficit de civismo e incluso de moralidad que empaña al partido mayoritario y su entorno, ese aparente legatario de una derecha que en tiempos no tan lejanos como los de la transición apuntaba maneras liberales y moderadas. No cuajó. Hoy es un sucedáneo fascistoide contra el que hay que seguir pugnando esperanzadamente. El Levante está en primera porque su fe y tenacidad logró que un gato muerto subiera a la palmera.
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