Muérete, cariño mío
Se enamoraron durante una subasta, pujando por un par de boxeadores de porcelana, augurio de que su matrimonio acabaría a guantazos. La guerra de los Rose cuenta desde el punto de vista masculino la descomposición de una pareja asimétrica: aunque le haya puesto demanda de divorcio, Jonathan sigue enamorado de Bárbara, o necesitado de ella, que, en cambio, solo desea ser libre sin perder la propiedad del chalé que tan minuciosamente decoró mientras su marido ganaba con qué pagarlo. Asesorados legalmente, los cónyuges dividen su hogar en dos, se atrincheran en sus cuartos y convierten las zonas comunes en campo de batalla.
La directora vasca Garbi Losada y sus actores le han cogido a esta comedia tan anglosajona el tempo, el pulso y ese tono feroz dentro de un orden (perro ladrador...) que destilan sus momentos dramáticos. Aunque los Rose excaven trincheras en el jardín, minen la cocina y se pongan trampas en el comedor, nunca llegan a las manos. Se hacen daño a través de sus posesiones.
Carlos Sobera le ha cogido la medida al marido pagado de sí mismo, cegato ante la que se le avecina y obsesionado con una mujer con la que mejor sería poner tierra de por medio: ha crecido mucho desde su debú madrileño en Palabras encadenadas. Mar Regueras, arrolladora coprotagonista del Chicago de Ricard Reguant, tiene el tipo y da cuerpo entero al carácter de esa Bárbara hechicera cuyos motivos conocemos apenas, porque poco parecen importarle al autor.
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