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Reportaje:

Los fortines de la droga

Los 'narcos' endurecen la seguridad de sus puntos de venta

Juana Viúdez

Agua por todo el suelo y un poderoso olor a desinfectante. Un hombre sin camisa se cubre el rostro con las manos y una mujer arranca a gritar contra un agente que está echando abajo su puerta blindada. La escena se repite, con algunas variables, por una serie de barriadas malagueñas, de las denominadas marginales, tres o cuatro veces por semana. La policía entra en la vivienda, busca la droga y detiene a los ocupantes por vender cocaína o hachís en pequeñas dosis. En la mayoría de las ocasiones, el juez les envía a prisión preventiva. En cuestión de horas, estos pequeños supermercados de la droga vuelven a abrir sus puertas. La organización, dueña de las viviendas y encargada de sufragar sus complejos sistemas de seguridad, tiene a gente en cola dispuesta a regentarlos.

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"Siempre se les ha atacado duramente, pero cada vez es más difícil porque se enrocan y hacen que sea muy laborioso penetrar en sus fortines", explica el comisario provincial de Málaga, Juan Jesús Peñalver.

A las redes especializadas en menudeo de droga les gusta instalarse en las plantas bajas, para poder vender a través de las ventanas. Se protegen de la policía con sofisticados sistemas de videovigilancia, puertas blindadas de hasta diez centímetros de grosor (han llegado a tardar 45 minutos en echarlas abajo) o rejas encastradas a vigas de acero. Todo, para ganar tiempo y poder deshacerse de la droga antes de que entren los agentes.

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En esos minutos de tensión, los vendedores intentan disolverla en agua y derramarla por el piso, quemarla o tirarla por el retrete. "Hace poco detuvimos a dos personas que salieron corriendo con una fregona en la mano", recuerda Diego, responsable del grupo de pequeño tráfico de Málaga. Dentro del palo había 25 dosis de revuelto de cocaína con heroína. En aquella operación, que bautizaron Libélula, franquearon una puerta de hierro macizo con seis cerrojos y un ventanuco por el que dispensaban la droga.

Estos puntos de venta son el último eslabón del narcotráfico, un negocio que genera dividendos y preocupación social a partes iguales. Están controlados por clanes familiares que sitúan al frente a muchas mujeres, madres de familia cuyo marido está en prisión, o drogodependientes, a los que esclavizan por su dosis diaria. Son los peones de la droga, se exponen a la cárcel para que los traficantes medianos se lleven la mayor parte de las ganancias. "Solo en el primer corte de un kilo de cocaína ya se estima una rentabilidad de 85.000 euros", detallan fuentes policiales.

Tres de cada cuatro detenciones por drogas están relacionadas con este pequeño tráfico. Málaga, Cádiz y Sevilla son las provincias andaluzas con más actuaciones y procedimientos abiertos.

Tienen un único patrón de funcionamiento. Los clanes se instalan en barrios en los que se sienten protegidos por la ley del silencio y el sentimiento de grupo. Conjugan elementos tradicionales, como la mediación de los patriarcas para resolver litigios, y estructuras organizativas propias de una multinacional. Por ejemplo, utilizan diferentes espacios para preparar, almacenar y distribuir la droga.

"Se apoyan en sistemas dobles y triples de aguadores (personas que avisan si la policía anda cerca) y no dejan que la persona que quiere comprar droga acceda a la vivienda donde la guardan", detalla el responsable del grupo malagueño de pequeño tráfico. "Una persona de la organización lleva el dinero del comprador a la casa y otra distinta se encarga de entregarle la droga en maño", añade.

La policía insiste en que, la colaboración ciudadana es fundamental para erradicarlos. Gramo a gramo, los agentes de Málaga intervinieron 273 kilos de estupefacientes en 2010, entre ellos 5,6 kilos de cocaína y heroína en pequeñas dosis.

"Muchas familias honradas conviven con este tipo de lacra y sufren las consecuencias. Sus hijos ven cómo se compra y se consume la droga", aporta un inspector jefe con amplia experiencia en el barrio malagueño de La Palmilla.

Los agentes de pequeño tráfico aprovechan la última oportunidad para evitar que los narcos logren su principal objetivo, que la droga se consuma.

La luciérnaga de Las Castañetas

Cada noche, en las vigilancias, advertían cómo una mujer de gran melena rubia se asomaba a un balcón entre la oscuridad de la barriada malagueña de Las Castañetas. Los agentes, apostados, esperaban a que apareciera y no perdían detalle de sus movimientos, gracias, en parte, al particular color de su cabello. Por eso, cuando llegó la hora de irrumpir en la casa en la que esta mujer vendía dosis de heroína y cocaína, bautizaron a la operación Luciérnaga.

La poética impregna las últimas actuaciones contra el pequeño tráfico de drogas en Málaga. Sus últimas operaciones reciben nombres de insectos como libélula, escalopendra o de personajes mitológicos. Dédalo para un punto de ventas en el que encontraron un verdadero laberinto, Mercurio para un vendedor al que era difícil seguir por su rapidez de movimientos o Aqueronte porque el sospechoso cruzaba todos los días un riachuelo.

Cuando llega la hora de echar abajo la puerta, los agentes se encuentran escenarios devastados, sin muebles ni electrodomésticos; o estampas familiares en las que se aprovecha el agua de los macarrones para ablandar una pastilla de hachís y poder partirla en barritas que luego venderán a 5 euros.

Desarticular estos puntos de suministro de drogas tiene algo épico, ya que tienen la misma capacidad de regeneración que la Hidra de Lerna, aquel monstruo con forma de serpiente al que le crecían nuevas cabezas conforme Hércules se las cortaba. El pasado abril, en la operación Oscuras Golondrinas, los agentes actuaron por sexta vez en un año contra un mismo domicilio de la barriada de la Palmilla en el que se vendía droga.

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Sobre la firma

Juana Viúdez
Es redactora de la sección de España, donde realiza labores de redacción y edición. Ha desarrollado la mayor parte de su trayectoria profesional en EL PAÍS. Antes trabajó en el diario Málaga Hoy y en Cadena Ser. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster de periodismo de EL PAÍS.

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