El ortodoxo que espera el BCE
Mario Draghi, de 63 años, espera el sí de la canciller alemana Angela Merkel para dar el salto del Banco de Italia a la presidencia del organismo supervisor del euro
Una apócrifa leyenda romana cuenta que un lugarteniente democristiano de Giulio Andreo-tti, enviado por alguna fosca razón al Parlamento Europeo, fue un día interrumpido o silbado en medio de un discurso, y, visiblemente irritado, replicó a los abucheos diciendo: "Bah, cuando vosotros estabais subidos en los árboles, nosotros éramos ya homosexuales". La anécdota suele invocarse en Italia para ilustrar los desencuentros y la sensación de extrañeza e incomprensión que Roma, la capital no solo del mundo antiguo sino de uno de los Estados fundadores de la Unión Europea, siente algunas veces respecto a Europa.
Lo cierto es que los recelos son mutuos, pese a gloriosas excepciones, y quizá por eso nadie hasta esta misma semana habría sido capaz de apostar un euro por la candidatura de Mario Draghi, romano de 63 años y desde 2006 gobernador del Banco de Italia, a la presidencia del Banco Central Europeo que dejará vacante el francés Jean-Claude Trichet a finales de octubre.
Ha convencido a los medios alemanes de que será duro con la inflación
Draghi se ha labrado su futuro con una campaña personal
Como recordaba esta semana el Financial Times, el tabloide alemán Bild Zeitung solo acertó a exclamar "¡Mamma mia!" en febrero, horrorizado ante la hipótesis de que un italiano pudiera hacerse cargo del banco más alemán de Europa en plena crisis de las deudas soberanas: "Para los italianos la inflación es una forma de vida, como la salsa de tomate con espaguetis".
Las cosas han cambiado tanto en dos meses que el viernes, el propio Bild sugería ya que la canciller Angela Merkel estaba dispuesta (o resignada al menos) a aceptar el nombre de Draghi como próximo presidente del BCE. El tabloide alemán no dudaba ya en colocar un casco de prusiano al gobernador del Banco de Italia.
Solo dos días antes, Nicolas Sarkozy, el presidente francés, había ofrecido públicamente su apoyo al presidente del Consejo de Estabilidad Financiera del G-20 tras una movida reunión bilateral con Silvio Berlusconi en Roma, subrayando: "No le apoyo porque sea italiano, sino porque conozco bien a Mario y es un hombre de calidad y además es italiano". Sarkozy añadió, dando donde más duele: "Así Italia no podrá quejarse de que no ocupa cargos importantes dentro de la UE".
Draghi fue la única concesión que el presidente francés hizo a Berlusconi, quien aceptó sin rechistar todas las exigencias del vecino del norte. El patrón de la Liga Norte, Umberto Bossi, resumió la jornada así: "Somos una colonia francesa, nos hemos arrodillado ante Sarkozy".
El único italiano satisfecho era seguramente Draghi, que quizá sonreiría irónico en su despacho de Via Nazionale, pensando que su larga campaña internacional había cuajado y que el sueño de cambiar su desordenada ciudad natal por la pulcritud de Fráncfort parecía más cerca que nunca.
En realidad, el hombre que fue vicepresidente del banco de inversión Goldman Sachs entre 2002 y 2005 no necesitaba la ayuda de Berlusconi, y tal vez ni siquiera la de Sarkozy. Con el primero nunca se ha llevado bien, y contar con su recomendación en estos tiempos equivale más bien a una condena. Respecto a Sarkozy, parece lógico pensar que si se atrevió a respaldarle en público (con la única condición de colocar a un francés en el Consejo del BCE) es porque había consensuado la operación con Alemania.
En realidad, Draghi se ha labrado su futuro por la vía directa, técnica y personal: lleva meses dando entrevistas a medios alemanes, quizá tratando de convencer al Gobierno que decide los reyes del BCE de que es un italiano recto y fiable, y que si lo que buscan es un gobernador tan prusiano y ortodoxo como su gran rival, Axel Weber, retirado de la carrera en febrero, él es el hombre adecuado.
Draghi ha tomado con entusiasmo la antorcha de Weber y se ha puesto al frente de los que exigen subidas de tipos de interés en la zona euro para asegurar que la inflación no se desmande. Endurecer la política monetaria ahora no es la mejor noticia para países como Italia (o España), rezagados en la recuperación económica. Pero es música celestial en los oídos alemanes, alérgicos a cualquier sorpresa con los precios. Más ahora que el barril del petróleo se ha instalado, quizás para siempre, por encima de los 100 dólares.
Atildado y exquisitamente amable, frío y buen comunicador pero a la vez enigmático, Draghi cena de vez en cuando con su mujer en el romanísimo restaurante Settimio al'Arancio. Y al verle y oírle (habla tan bajito que es difícil escucharle) se tiene la impresión de que, en efecto, es un italiano atípico.
De hecho, su carrera ha sido un continuo ir y venir: huérfano desde muy joven, estudió en los jesuitas, se doctoró en el Massachusetts Institute of Technology, aprendió el oficio en la severa escuela de servidores del Estado que es Bankitalia (donde también trabajó su padre) y fue seis años director en el Banco Mundial. Un currículo de keynesiano católico, solo perturbado por un par de zonas de sombra: las polémicas privatizaciones de los años noventa en los que fue responsable del Tesoro (y donde se ganó el apodo de Súper Mario), y sus cuatro años como ejecutivo del banco que trucó las cuentas griegas.
Cercano a Romano Prodi, Draghi ha devuelto en los últimos años el prestigio al Banco de Italia, y ha impulsado reformas que la clase política italiana no parece capaz de asumir (de ahí sus habituales broncas con el ministro actual, Giulio Tremonti, que culpa de la crisis a los bancos). Avalado por su peso internacional, su nombre llevaba meses sonando como el papa extranjero capaz de rescatar a la izquierda nacional. Pero seguramente se trataba de una misión demasiado caótica para este romano grave y silencioso que hoy parece muy cerca de cumplir su extraña vocación de gobernador prusiano.
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