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Columna
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Mal tiempo y barajar

Tengo la impresión de que los sociólogos, o quien corresponda, analizan defectuosamente el comportamiento de nuestros contemporáneos, en este caso los españoles, que han emprendido viajes a todos los puntos de la Rosa y se han visto chasqueados por el perro tiempo, casi general. A muchos les han chafado las procesiones, que dejaron de circular por lugares tan acreditados como Sevilla, Málaga, Castilla la Vieja -permítanme que llame así a la antigua región-, Cataluña, Galicia, Levante y Norte. En algún momento de desvarío imagino que los ateos que proyectaban una procesión atea y sacrílega, fueron escuchados en el Más Allá que arruinó el entretenimiento de los tercos penitentes. Agua, frío, una especie de chasco o fraude meteorológico que parece más grave de lo pronosticado. Se quejan los restauradores que se las prometían felices y habían hecho acopio de vituallas; los hoteleros, que vieron crecer las anulaciones ya reservadas, y algo las y los presuntos bañistas que soñaron con largos chapuzones en aguas mediterráneas.

Quizá sean los triunfos deportivos la alimentación espiritual del pueblo

Pero, si no todos, la mayoría emprendieron el viaje, porque la raíz, el meollo de las vacaciones está en mudar de lugar, en viajar, por incómodo que sea el trayecto y decepcionantes las expectativas. Hay que renunciar a la paella, rebozada con arena, en la playa, mantener cerca a los niños pequeños para que no se extravíen y provoquen horas de angustia hasta que los devuelven, cosa que ocurre prácticamente siempre.

El español aprende, en estas circunstancias, algo de fatalismo y conformidad, lo que le hace mejor ciudadano que el energúmeno que protesta por todo y, lo que es más deleznable, quiere tener razón. El viejo dicho "a buen tiempo buena cara" parece una ley física de aprovechar la energía de los contrarios y el gentío que, hasta hoy mismo ha ocupado las carreteras, a falta de buenos recuerdos lúdicos llega imbuido del placer y la seguridad de volver al hogar. Son todos Ulises sin malos recuerdos, que reconocen con alegría los rincones recién abandonados.

El mundo que nos ha tocado vivir ha desertado del campo, la vida rústica, el contacto con la tierra nutricia. Las lluvias mil de los abriles perdió significado y no alegran el corazón labriego pronosticando el bien que llega tras las nieves y la opulencia que baja de los cielos. Al ciudadano le importan un pepino los ciclos naturales, hecho ya a los alimentos consumibles todo el año, al pescado congelado, a la carne de frigorífico, a las verduras en conserva y a la fruta procedente de ultramar. Pienso que a nadie sorprendería que los pensamientos y las clavelinas que vemos en el verdor de algunos parterres madrileños fueran artificiales. Induce a la duda que los miles de árboles que verdean las calles sean auténticos, porque el recuerdo los asocia con un cauce estrecho que les comunicaba por las aceras y que llevaba el agua del riego sobrante de unos a otros. Ese sistema venoso ha desaparecido y habremos de pensar en otro tipo o en que son árboles que pueden resistir la sed. También es posible que la operación se realice al amanecer.

Se han visto cosas insólitas, expresivas emociones que creíamos amortizadas, gentes llorando por no ver a la Esperanza Macarena o al Cristo del Cachorro por las calles de Sevilla.

Dábamos por terminadas aquellas distracciones públicas y gratuitas que las autoridades cívico-religiosas dispensaban al pueblo llano. Quizá el polo sentimental se ha trasladado y sean los triunfos deportivos la alimentación espiritual del pueblo. Ahí tenemos el reciente éxito del Madrid sobre el Barça, que ha provocado grados de euforia casi místicos y la pesadumbre culé duradera hasta la próxima victoria. Cuesta trabajo deducir que el comportamiento de la hinchada se refleje en los resultados competitivos. Tengo mis dudas pero no proclamaré que me parece una bobada considerar al público como el jugador número 12. Por dos razones: porque se puede jugar y ganar con 10 y porque los 22 atletas que corretean sobre el césped son profesionales en los que nada o poco debe influir la actitud de los espectadores, a menos que revista tintes de amenaza. No obstante, entrenadores, directivos y los propios futbolistas atizan y calientan la receptividad de los asistentes, asistida a veces, desde los propios clubes, con la violencia controlada de los alborotadores a sueldo.

¡Ya vendrá el verano!

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