Brillante renuncia de la pelota
En la final de la Copa del Rey, el Real Madrid escribió una original página para añadir a su insuperable leyenda: nos dio la posibilidad de verle brillar en una faceta históricamente desconocida para sí mismo.
El fútbol, deporte plural y generoso, ofrece una multitud de recursos a la hora de afrontar un partido. Uno de ellos es la posibilidad de ganarlo prescindiendo deliberadamente de la posesión de la pelota. Esta idea fue puesta en práctica por el Madrid durante 45 minutos con tanta fe, tanta precisión y tanta solvencia que, por momentos, daba la aterradora impresión de que el histórico invento de pasarse la pelota corría el riesgo de convertirse en un anacronismo.
La quirúrgica coreografía grupal y la inconmensurable voluntad desplegada por el Madrid en el primer tiempo de Mestalla potenció la intensidad emotiva de una final ya de por sí colmada de antagonismos. El Madrid asumió desde el principio y sin ruborizarse la imposibilidad de discutir el volumen de juego a través del balón. Dedicó todas sus energías, mentales y físicas, a la titánica tarea de comprimir, con la máxima agresividad permitida por el reglamento, todos los espacios que pudiera inventarse esta versión del Barcelona, una de las más creativas de su historia.
El Madrid seguirá con el mismo bote y los mismos remeros. Y rezará para que el brazo no se canse
Los peligros de esta estrategia son conocidos. El Madrid sabe con certeza que es imposible sostener ese nivel de presión los 90 minutos. El esfuerzo físico y psicológico necesario para contrarrestar, desde la presión, el volumen de juego de un equipo que domina la pelota tres cuartas partes del partido es sumamente desgastador. Prueba de esto es el segundo tiempo, en el que el equipo perdió terreno y terminó defendiéndose, más con el corazón que con la brújula, al borde de su área.
En cambio, los jugadores del Barcelona, sin replegarse, habituados a posesiones largas, se juntan tanto para jugar que, ante la pérdida del balón, pueden seguir presionando con intensidad casi todo el partido. Sus temores pasan por otro lado. Los violentísimos contragolpes de Cristiano y Di María convierten las espaldas de sus centrales en una interminable llanura.
Ambos equipos y ambos entrenadores se conocen a la perfección. Todos saben ya que a Messi se le debe esperar con un volante incrustado en la defensa y otros tres rompiendo por delante. O que el maratoniano duelo entre Alves y Di María dirime buena parte de la profundidad que cada uno pueda lograr. O que permitir lanzamientos a Cristiano es encomendarse a las habilidades del portero.
También saben que en un choque entre equipos con estas características, tan especializadas y opuestas, el primer gol cobra un protagonismo sustancial. El que lo sufra deberá asumir los riesgos de su estilo. El Barcelona tendría que hacer más profundo su juego, otorgando aún más espacio a las flechas del Madrid. El Madrid debería transmutarse, desatando su compacto paquete defensivo, difícil opción cuando cuerpo y espíritu están preparados para otra cosa. Otra alternativa más a mano sería la poco distinguida maniobra del pelotazo sin escalas hacia un nueve de área.
Los próximos partidos repetirán el argumento. El Barcelona buscará alternativas para fisurar el muro. El Madrid seguirá con el mismo bote y los mismos remeros. Y rezará para que el brazo no se canse.
Por suerte para el fútbol, el final es siempre abierto.
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