Donald presidente
Donald Trump, el millonario americano, sueña con ser presidente de su país, avanzaba el Jueves Santo Le Figaro. El anuncio podría oficializarse en junio, después de una cena para recaudar fondos, algo que se le da como a nadie al empresario inmobiliario. Trump es de la vieja escuela, que para pedir dinero pasea de mesa en mesa y conoce de antemano los nombres de las personas que saludará. La táctica facilita que el inversor se deshaga en generosidad. Las campañas electorales son cada vez más caras, los partidos en los países democráticos del Primer Mundo se las ven duras para conseguir dinero sin caer en problemas judiciales. Que un millonario sueñe con ser candidato presidencial es casi una plegaria atendida para los tesoreros de esos partidos. Porque los millonarios sí que saben apretar manos y lo que sea necesario para asegurar dólares lo más limpios posible. Pero conviene recodarles a esos tesoreros la frase que Truman Capote atribuyera a nuestra santa Teresa: "Más lágrimas se derraman por plegarias atendidas que por aquellas que quedan sin atender".
Trump carece de experiencia política, pero sabe lo que le gusta a la audiencia
Los millonarios saben apretar manos para asegurar dólares
Un millonario devenido en presidente suena muy lógico en tiempos de crisis. Trump agrega a su perfil de millonario su habilidad para adentrarse en el negocio de la telerrealidad. El aprendiz, un show basado en uno de sus libros, donde Trump fue productor y presentador, pasó años cosechando espectadores en Estados Unidos e Inglaterra. Es un reality con varios candidatos luchando por convertirse en el "próximo Trump". Quedan aceptados al grito de "Estás dentro" o descartados al de "Estás despedido", que se han convertido en contraseñas generacionales en esos países. La sola idea de Trump terminando las reuniones en el Despacho Oval con estas frases relame de gusto.
Trump también es propietario de la marca Miss Universo, que gestiona los derechos y realización del certamen de belleza que más ha aportado al desarrollo de la cirugía estética. Probablemente gracias a este certamen, Trump ha podido casarse con mujeres más jóvenes y despampanantes, pero también ha adquirido ese aspecto a medio camino entre John Wayne y Liberace, que consiste en corpulencia y mirada aniquilante, peinado superlativo y piel esponjosa. Así como cada vez queda más claro en nuestras retinas que Berlusconi, Mubarak y Hu Jintao confiaron el color de sus cabellos al mismo producto, creando la primera ideología global del tinte, Trump aportará la diferencia rubia, en tiempos de Obama, de elegancia cómoda, corbatas anchas de seda infinita, sonrisa Luis Miguel y ese plus de haber nacido americano, en Nueva York y de padres pudientes, que le aleja del tópico político con probabilidad de corromperse. Otra cosa son sus divorcios, que serían preocupación menor para los italianos, acostumbrados a cualquier embrollo familiar por Berlusconi, pero de más arriesgado para los timoratos americanos. Donald se divorció de Ivana Trump, ex campeona olímpica de esquí, checa de nacimiento, en los primeros noventa, después de haberse convertido en la pareja que intentó llevar a la realidad los desvaríos de la serie televisiva Dinastía. El divorcio le costó 25 millones de dólares de aquella época. Ivana asimiló tanto de Donald que le emula en el hábito de desposarse con caballeros más jóvenes y de bellezas intervenidas. El siguiente matrimonio de Donald con Marla Maples terminó en un aparatoso divorcio en las pistas de Aspen. Marla le encontró con otra y vivió una cierta fama como habitual del cuché, siempre posando con cajas de cereales y tazones de leche en cocinas de diseño. Los dos tuvieron una hija de nombre Tiffany, como debe ser. Aparte de los hijos que tuvo con Ivana, la familia presidencial de Donald asegurará muchos centímetros a la prensa americana. Porque Trump comprende como nadie los vericuetos de la sociedad del espectáculo, donde lo que importa es la capacidad de generar noticias, acumular escándalos, gestionar barullos.
Trump ha exhibido sin pudor alguno su riqueza inmobiliaria y de gusto criticable tanto en tiempos de bonanza como de crisis. Que sea criticable favorece el debate democrático, que al fin y al cabo es lo que cimenta el poder de la televisión. Por eso tampoco importa que carezca de experiencia política, porque sabe mejor que nadie lo que gusta a la audiencia.
En España aún no hemos encontrado la fórmula mágica para que la fuerza empresarial tenga el tirón de los ídolos mediáticos. A lo mejor, si la frase atribuida a santa Teresa se confirma, sea preferible que Botín siga siendo Botín y Esteban siga enfrascada con Lomana. Mientras, Trump cuenta las horas para que llegue junio antes que las niñas Kardashiam, otras celebridades de la telerrealidad americana, adictas al exhibicionismo y la manipulación quirúrgica, empiecen a soñar con la presidencia de la que fuera primera potencia del mundo.
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