Competitividad en las instituciones
En las últimas semanas el debate sobre la competitividad se ha instalado en la opinión pública española para ceñirse concretamente al ámbito empresarial. Sin embargo, la mejora de la competitividad de un país no solo se debe medir por la relación productiva entre empresarios y trabajadores o por la estabilidad de su mercado financiero. Las instituciones públicas, y los cargos que las dirigen, también juegan un papel capital en este escenario puesto que de su gestión se cosechará una sociedad dinámica o estanca.
Si tuviésemos oportunidad de valorar la competitividad y el rendimiento de los intendentes de las instituciones públicas nacionales o regionales obtendríamos un examen con un resultado bastante deficitario en su mayoría. En una sociedad madura, con órganos de control democráticos responsables, se debería de trabajar con urgencia hasta conseguir que los responsables de dicha gestión cultural dieran un superávit competitivo. Pero, por el contrario, se aplica la ley del silencio. Y, lo más grave, la sociedad civil lo asume sin reparos.
Un manual de buenas prácticas es preciso para garantizar un modelo público serio y fiable
Los cargos políticos institucionales se aferran a la crisis financiera como excusa principal de su desdichada gestión. Pero la crisis lo único que ha hecho ha sido poner aún más en evidencia la falta de formación curricular de nuestros cargos públicos, su insuficiencia ética, su desconexión con la realidad social, su desafecto por la labor que desarrollan, su soberbia, su incapacidad... y todas las vergüenzas y mediocridades imaginables de una clase política donde nada importa la meritocracia tanto como la lealtadcracia. Estas carencias producen una incompetencia e incapacidad generalizada en nuestras instituciones que impide obtener réditos culturales que permitan el crecimiento de la sociedad valenciana. Salvo hechos aislados.
Hace tiempo que algunos sociólogos apuntan que el siglo XXI es el siglo de la sociedad civil. ¡Y de qué manera lo está demostrando el mundo árabe! Ha llegado el momento en que los ciudadanos dejan de admitir, sin cuestionar, una serie de convenciones intolerables para su desarrollo humano. Por fin, el pueblo toma la palabra y se deja oír en actos democráticos de desobediencia civil diplomática intachable.
De este modo, como ciudadanos independientes, activos, críticos y constructivos deberíamos preguntarnos: ¿qué medidas podemos exigir al Gobierno para que la competitividad de un país, de una comunidad o de una localidad, alcance en el sector público niveles de países europeos de primera fila?
Desde una posición global se debería exigir un ejercicio público de cohesión que ofreciese una visión de conjunto y expresase una voluntad por recorrer un camino solidario entre las instituciones y la sociedad con un destino claro y común. Por otra parte, y desde una posición individual, se podría proponer el uso de un documento de evaluación que cumplimentaría al final del encuentro el ciudadano que se reúna con un cargo institucional. Algo así como solicitar la implantación de un servicio posventa que permitiera calificar el trato y eficiencia recibidos. De esta manera el funcionario, sujeto a una comisión de evaluadores independientes, mantendría una labor responsable y competitiva.
En los últimos tiempos escuchamos con frecuencia términos como responsabilidad social, diplomacia corporativa y otros activos que tienen que ver con el compromiso ético de las empresas con sus clientes, proveedores y accionistas. En muchos casos no deja de ser un burdo maquillaje para mejorar su imagen de marca, pero en otros casos es una realidad gracias a la cual ciudadanos y empresarios salen fortalecidos del propio sistema. Por tanto, sería muy oportuno que este tipo de gestión ética se modulara en el sector público en el que sus representantes, con derechos y obligaciones, deben ser un ejemplo de comportamiento ya que simbolizan al Estado de derecho. Por esta razón no deben faltar a la verdad, ni subestimar o maltratar al ciudadano. Deben ser sinceros y honestos. Anteponer sus facultades profesionales y un sentimiento de bien común a su ideología. Por ello, exigir la puesta en marcha exhaustiva de un manual de buenas prácticas es preciso para garantizar un modelo público serio y fiable. Aunque parezca curioso, en una sociedad occidental desarrollada como la nuestra, no se aplican códigos de conducta naturales en su mayor medida.
En parte esta falta de ética viene muy ligada a otra de las exigencias que deberían solicitarse a nuestra clase política al frente de las instituciones: una mejor preparación, cualificación y, muy importante, experiencia laboral (que no es lo mismo que experiencia política). Es fundamental que cada cargo o titular de área sea un especialista y conozca convenientemente su entorno. Del mismo modo que cuando vamos al hospital exigimos que nos atienda un doctor y no un director de cine, cuando tratemos con un consejero, director general, subdirector, jefe de área, asesor, etc., nos gustaría que fuese un profesional acreditado del sector el que se preocupe del asunto. Hay una parte fundamental en este ajuste fino. La vocación por una profesión conlleva en la persona una inteligencia emocional imprescindible, por lo que si esta se pone al servicio de la sociedad se defenderán los intereses de ese sector de forma competitiva y profesionalizada, sin duda.
Norberto M. Ibáñez es director de la revista Contrastes y vocal de la Unesco en Valencia.
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