Tarifas y letra pequeña
A principio de la década de 1990 participé, desde la Comisión Europea, en la política de liberalización de las telecomunicaciones en toda la Unión Europea. Queríamos acabar con el monopolio de los operadores de cada país (France Telecom, British Telecom, Deutsche Telekom, Telefónica, etcétera), monopolio que les permitía unas tarifas de servicio muy elevadas con relación a sus costes, lo que penalizaba a los consumidores. Es cierto que estos grandes beneficios permitieron que se invirtiera en extender la red de cables a todo el territorio, aunque no siempre fuera rentable. Pero a finales del siglo, la cobertura universal se había conseguido y no tenía sentido mantener el mismo régimen.
Uno de los elementos perjudiciales para el usuario está en el compromiso de permanencia a cambio de un regalo inicial
La liberalización produjo reducciones de tarifas al introducirse la competencia en el mercado. El resultado habría sido mejor si, como yo defendía y sigo pensando, se hubiera introducido la competencia en los servicios pero se hubiera mantenido una sola red, propiedad de un operador neutro que la alquilara a las compañías (como ocurre por ejemplo con las carreteras y las empresas de transporte). No se hizo así. Se mantuvo la situación de control de las antiguas telefónicas, dificultando la competencia.
La liberalización fue mucho más efectiva en la telefonía móvil porque se lanzó partiendo de cero. Por ello la lucha en este mercado es más fuerte y la guerra de tarifas es mucho más dura. Esta dureza puede ser muy beneficiosa, si representa mejoras de servicio y bajadas de tarifa. Pero se está llegando a unos extremos que más que beneficiar puede perjudicarles, ya que se ha introducido una estrategia comercial que, a menudo, incluye la desinformación y la confusión y a veces roza la desprotección o el engaño.
Hemos leído en la prensa española y europea que las actividades de servicios telefónicos son las que más reclamaciones suscitan ante los organismos de defensa de los consumidores. No me extraña. Porque esta sensación se confirma por los comentarios y hechos que uno vive a su alrededor.
Hay tres elementos claramente peligrosos y, a menudo, perjudiciales para el usuario. En primer lugar, la complejidad de las tarifas y la falta de información a la hora de publicitarlas. No es infrecuente que la opción por una "tarifa plana", con la intención de buscar un pago fijo mensual, acabe suponiendo un aumento de la factura debido a los fuertes cargos por "servicios adicionales" que no estaban explicitados en la tarifa. No se trata de una ilegalidad, sino de una letra pequeña que mucha gente no entiende, y por ello se acerca a una maliciosa estratagema. Supone una intención de ocultación que no debe permitirse. He visto personas indignadas con los cargos adicionales inesperados...
En segundo lugar, el recurso a la fidelización, es decir, la obligación de adquirir un compromiso por un tiempo largo, a cambio de un regalo inicial, sea un aparato o un periodo de carencia. Sé que es algo legal, pero para muchísimos consumidores, fácilmente impresionables, es un pequeño engaño si no se explicita claramente en el momento del contrato cuál es el balance económico de lo que se obtiene en comparación con lo que se renuncia, y si no hay prevista una cláusula de rescisión, aunque sea penalizada. Conozco gente que después de no utilizar el servicio desde hace meses, sigue pagando la tarifa plana mensual...
Finalmente, la dificultad de hacer valer sus derechos mediante la reclamación. En muchos casos el servicio de atención al usuario es muy eficiente para contratar y voluntariamente ineficiente para reclamar. A eso se añade que la reclamación por vía administrativa, y por descontado por vía judicial, resulta más costosa que la renuncia a reclamar. No estoy denunciando ilegalidades, pero sí prácticas poco acordes con la transparencia del mercado. Los Gobiernos y los organismos reguladores no están a la altura y los usuarios sufren abusos.
Lo mismo ocurrió en los primeros años de este siglo con la concesión de hipotecas a particulares por parte de las entidades financieras, en este caso con resultados mucho más dramáticos, que aparecen ahora. La lucha comercial entre entidades, la voluntad de cerrar contratos y la evidente falta de experiencia de muchos solicitantes están, en gran parte, en el origen de la actual crisis. Pero esto pide otro artículo posterior.
Joan Majó es ingeniero y exministro.
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