El traductor incansable
Miguel Martínez-Lage creía en la literatura como quien cree en los milagros, en la justicia, en el amor de madre. Puede sonar pretencioso, pero la felicidad le sorprendía entre las páginas de un libro. O al teclado, escribiendo, aunque guardaba también un sinfín de libretas negras, garabateadas a mano, que por alguna razón no solía acabar. En vida ha publicado un libro de poemas con el título ambiguo de La coz en el tintero, que encierra una metáfora naútica que le deleitaba no poco. Su poesía tenía un punto fiero y otro reflexivo, y ambos reflejaban su modo de ser, autoexigente y meditativo a un tiempo, mitad George Orwell, mitad Lou Reed. El resto eran gafas de ratón de biblioteca y vaqueros negros. Para muchos de quienes le conocieron, la encarnación viviente de un erudito capaz de tumbarte a copas a las cinco de la mañana. Tenía el don de juntar a quienes conocía, y no hay uno solo de nosotros que no haya ganado al menos media docena de amigos perennes y fieles entre los nombres que nos presentó un buen día, acá o allá.
A Martínez-Lage la felicidad le sorprendía en las páginas de un libro
Sus méritos como traductor se explican así: sin Miguel, nuestro conocimiento de la literatura en lengua inglesa sería una caja de cartón sin pizza dentro y su alfabeto carecería de la A de Auden o Amis, la B de Bellow o Brennan, la C de Coetzee o Conrad. Etcétera. Gracias a La vida de Samuel Johnson le dieron el Premio Nacional y gracias a ¡Absalón, Absalón! quienes le seguían de lejos pudieron maravillarse mucho más cerca. Tan importante como traducir fue para él enseñar el oficio, pasar el testigo a las nuevas generaciones, lo que le llevó a impartir cursillos, dar oportunidades, traducir al alimón y conocer y tratar a escritores como W. G. Sebald o Michael Cunningham.
Era la personificación literal de una voz inglesa, opinionated, que se usa para definir a quienes no pueden dejar de esgrimir un punto de vista. Esto hacía de él un personaje, y como personaje jamás aburrió a nadie. Nunca. Ahora bien, en ocasiones la persona que latía dentro sabía mostrarse también frágil. La vida, que a todos nos pule los bordes, le hizo un ser humano especialmente elocuente y también especialmente cálido, aunque él jamás habría aprobado esta frase, porque jamás se permitió que un adverbio acabado en mente pudiera ensordecer lo que debía decir. Su sentido del humor le permitía aclararnos que en alguna ocasión, entre diciembre y enero, había dejado de fumar tres meses.
Era madrugador, mucho. Jamás pudo decir que no a una copa, y menos en compañía. Lo leyó todo y todo lo recordaba. En los últimos tiempos se había vuelto un hincha del Barça, y esperaba disfrutar de lo lindo con el partido de este sábado, que pensaba ver con los de su peña almeriense. Habría cumplido 50 años en noviembre. Deja tres hijos. Quienes le conocimos no supimos jamás robarle la palabra. Como tantos otros, el haber leído no nos ha librado de comprobar de nuevo cómo nunca se dice a los seres queridos lo mucho que se les quiere. Ha muerto un 13 de abril, el mismo día en que nació su admirado Samuel Beckett.
Junto al editor Íñigo García Ureta, firman este texto Catalina Martínez Muñoz, Carlos Rod, Juan de Sola, Carlos Pranger, Anna Jiménez y Eugenia Vázquez.
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