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LA COLUMNA
Columna
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Confusión

Josep Ramoneda

Túnez celebrará el 24 de julio las elecciones para una Asamblea Constituyente. Las candidaturas que se presenten tendrán que contar con el mismo número de hombres y mujeres, alternándose en la lista conforme al llamado modelo cremallera. Y no podrán concurrir a las elecciones aquellos que ocuparon cargos en los Gobiernos de la dictadura. Tanto presumir de la transición española y no se consiguió ninguna de estas dos cosas. Es la diferencia entre una transición que empieza en la calle, echando al dictador, y una transición que arranca con la muerte del caudillo en la cama.

El franquismo era un régimen agotado, pero no derrotado. En la Transición se aceptó la monarquía que Franco había restaurado. La encuesta que publicaba este periódico el pasado jueves -aniversario de la República- confirmaba la aceptación del régimen monárquico pero sin grandes entusiasmos. Es la impresión generalizada: la monarquía se acepta por razones prácticas, pero el día en que se entienda que ya no es útil será perfectamente prescindible. Sin embargo, da la sensación de que la democracia española ha superado la treintena con muchas dudas sobre sí misma.

La raíz del malestar es la sensación de que la política ha perdido la dirección del país. Algunos, entre ellos los protagonistas de la Transición, encuentran la explicación en las personas: la clase política ya no es lo que era, faltan liderazgos de peso. Es un argumento pobre, además de patéticamente paternalista, que no ayuda a entender el descontento. El problema es que día a día se toma conciencia de la falta de autonomía política de los gobernantes. El giro de mayo del presidente Zapatero fue en este sentido un momento icónico, en que quedó claro que el Gobierno español no tenía capacidad para realizar una política propia -es decir, soberana- y estaba obligado a someterse a los designios del poder financiero y del poder europeo, simbolizado por la señora Merkel. El acto de sumisión de Rajoy a la canciller, la pasada semana: sí, señora, haré como Zapatero y un poco más (abróchense los cinturones dos veces), confirma que la senda está marcada. ¿Es realmente sostenible una democracia, digna de este nombre, sin alternativas?

La ciudadanía se aleja y desconfía de la política porque siente que no se ocupa de ella. No la ve como la defensa del interés general que le protege de los abusos de los intereses privados. La percibe cada vez más lejos, rodeada con una aureola de corrupción, que en muchos casos es injusta, pero que ha sido ya socialmente asumida como segunda naturaleza de la política, hasta el punto de que ya apenas impacta sobre el voto de los ciudadanos.

La consagración de la idea de que el único límite de la política es la ley es terrorífica. Porque quiere decir que los dirigentes políticos son incapaces de marcarse ellos mismos los límites de su conducta. Y de detenerse antes de entrar en contacto con los confines de la legalidad. La presencia de imputados en las listas electorales es doblemente desmoralizadora: porque demuestra que a los dirigentes políticos les tiene sin cuidado la corrupción siempre y cuando no cueste votos; y porque confirma que la sociedad está contaminada de indiferencia hasta el punto de no rechazar con su voto a los corruptos.

El desmoronamiento de los sistemas clientelares surgidos del Estado de las autonomías, esta peculiar forma de caciquismo posmoderno, en lugares como Andalucía o la Comunidad Valenciana demuestra que la democracia española necesitaría una muy profunda revisión generalizada. Y coincide con una nueva crisis del sistema de articulación del Estado español como consecuencia del fracaso del proceso del Estatuto catalán. El independentismo ha salido de la marginalidad en Cataluña para ocupar un lugar central en el debate político -y está ahí para quedarse- en el mismo momento en que el final del terrorismo abrirá una nueva etapa en el País Vasco.

Todo ello en un marco de berlusconización de la sociedad española, con la consagración legal de los privilegios de los más poderosos, los bandazos de una justicia excesivamente politizada y la generalización de la cultura basura televisiva como medio de control social. Hay sensación de rompimiento, de confusión de papeles, de la que es un buen ejemplo la decisión de una juez de Andalucía de pedir todas las actas del Consejo de Gobierno de la Junta. ¿Un juez pidiendo las actas de un Consejo de Ministros? ¿Se ha visto esto en algún país? Mal asunto cuando se derrumban las fronteras entre poderes. Está claro que la democracia española necesitaría un verdadero baldeo. Pero para ello la ciudadanía tiene que empujar y no resignarse.

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